Un Leonardo con gafas de pasta

Leonardo con gafas de Pasta

Inventor, cientí­fico, matemático, arquitecto… Bucky Fuller lo fue todo en el mundo de las ideas. De éxito moderado pero altamente inspirador, se convirtió en un icono hippie. Una exposición en Nueva York le rinde tributo.

Buckminster Fuller, Bucky para los amigos, conocidos y miles de admiradores que le escucharon disertar durante horas en las últimas décadas de su vida, siempre fue un tipo peculiar. Un optimista sin remedio convencido de que habí­a suficientes recursos para todos y de que la mala gestión tení­a sus dí­as contados.

Su obsesivo credo era que habí­a que intentar hacer más con menos, ahorrar materiales y tiempo; organizar los recursos naturales de forma inteligente; valerse de la tecnologí­a punta para alcanzar la utopí­a.

Con tres relojes en la muñeca y unas caracterí­sticas gafas de pasta negra, este hombre bajito de rostro redondo y simpático dio la vuelta al mundo más de una treintena de veces y pregonó su ideario cientí­fico en unas 6.000 conferencias.

Además, escribió nueve libros sin puntuación y desde los 12 años hasta su muerte a los 87, guardó un exhaustivo diario en el que coleccionó fotos, dibujos, cartas, facturas, escritos y cuanto papel se cruzase en su vida.

Era parte de un experimento en el que intentaba averiguar de cuánto era un hombre capaz durante su vida, así­ que en estos textos se autodenominaba Conejillo de Indias.

Bucky Arquitecto

Odiaba el número Pi y desde su más tierna infancia se convenció de la superioridad del triángulo. Con el paso del tiempo concluyó que el tetraedro era la estructura básica en la naturaleza y, por tanto, su forma favorita y esencial.

«Cuando pinto un cí­rculo, inmediatamente siento unas ganas irrefrenables de salirme de él«, dijo en una de sus citas más célebres

A pesar de ello las cúpulas geodésicas, estructuras esféricas realizadas a partir de una serie de cí­rculos cuyas intersecciones forman triángulos y distribuyen la presión de forma equitativa por toda la estructura, fueron el mayor éxito de Fuller.

Su querencia por los márgenes no le privó de fama. En vida fue calificado como el Leonardo da Vinci estadounidense. Ocupó portadas de revistas y concedió cientos de entrevistas.

Diseño de Coche de Bucky

Pero Bucky murió en 1983 y con él se fue una parte importante del carisma de sus ideas. Sus fórmulas matemáticas sirvieron para descifrar la estructura de los virus. Su trabajo arquitectónico ha influido a Louis Kahn y a Norman Foster, entre otros.

A pesar de todo, Bucky, su inquebrantable fe en la humanidad y sus visionarias ideas sobre la globalización y el desarrollo sostenible quedaron un tanto relegados. En los últimos 20 años ha sido complicado abogar por el pensamiento de corte optimista que él practicaba.

«En los sesenta y setenta todo el mundo saltó hacia los márgenes. Después llegó la vuelta a las trincheras conservadoras y Fuller fue barrido», explica Dana Miller, comisaria junto al decano de Arquitectura de Harvard, Michael Hays, de la exposición que el Museo Whitney de Nueva York dedica al inventor.

Buckminster nació en 1895 en Nueva Inglaterra en el seno de una vieja familia de la Costa Este. Ocho generaciones de clérigos y abogados le precedieron en el nuevo continente y su tí­a abuela, Margaret Fuller, fue una destacada feminista y crí­tica literaria, adscrita al movimiento transcendentalista de Emerson.

Fuller escribió:

«Nací en un año extraordinario, 1895, el mismo en que se inventaron los rayos X y lo invisible se hizo visible. Cuando tení­a tres años se descubrió el electrón. A los siete, el primer automóvil circuló por las calles de Boston y a los ocho los hermanos Wright volaron por el cielo. Lo imposible ocurrí­a cada dí­a, aceleramos a una velocidad tremenda».

Bucky Fuller

El severo estrabismo que padeció de niño resultó ser consecuencia de su astigmatismo. Un par de gruesas gafas lograron solucionar el problema pero le mantuvieron alejado del resto de sus compañeros.

Él, siempre positivo, pensaba que esta tara óptica fue lo que le impulsó a ampliar la perspectiva. Aseguraba que en la guarderí­a, con cuatro guisantes y seis palillos, construyó su primer modelo tetraédrico.

Bucky fue un brillante estudiante de matemáticas, aunque a menudo hací­a demasiadas preguntas. Le expulsaron dos veces de Harvard y nunca se graduó. Los veranos los pasó en la isla de Bear, propiedad de su abuela, donde quedó absorto por la naturaleza y donde decidió dedicarse a investigar su estructura interna.

Trabajó como aprendiz en una fábrica de maquinaria. Se enroló en la marina estadounidense durante la I Guerra Mundial y al final de ella pasó a formar parte de la empresa de materiales de construcción que fundó su suegro, James Monroe Hewlett.

En 1922, su hija de tres años, Alexandra, murió tras una larga enfermedad. Entonces, Bucky se dio a la bebida.

Cuando su suegro vendió las acciones y los nuevos propietarios de la empresa decidieron prescindir de sus servicios tocó fondo. Una noche de 1927, frente al lago Michigan, en Chicago, pensó en suicidarse. Al final, tal y como cuenta en sus memorias, acabó diciéndose a sí­ mismo:

«No tienes derecho a quitarte de en medio, no eres el dueño de ti mismo, perteneces al universo».

Esfera Geodésica

A partir de ese momento Fuller dedicó todas sus energí­as a propagar sus conocimientos, a investigar, a intentar mejorar el mundo en pro del bien común.

«Me di cuenta de que el hombre viví­a bajo la mayor falacia posible, que se suponí­a que uno es un fracaso y tiene que ganarse su derecho a la vida. Pero la verdad es que el hombre está diseñado para ser un éxito», explicó convencido en El mundo de Buckminster Fuller, el documental que sobre él realizó su yerno Robert Snyder en 1971.

Según Bucky, la sociedad contemporánea no habí­a asimilado las implicaciones de la teorí­a de la relatividad cuya explicación mandó en un telegrama de 30 lí­neas a su amigo el escultor Noguchi. Las múltiples interacciones y los sistemas que se derivan obsesionaron a Buckminster. «Todo coexiste», repitió incansable, «lo cóncavo y lo convexo, la tensión y la compresión, los protones y los neutrones».

Libro Bucky Works

Tras superar su crisis suicida, Bucky dejó a su familia y se instaló en el Village neoyorquino. «Estaba interesado en tensiones y hexágonos, no en su esposa», explica en el documental Buckminster Fuller: pensar en voz alta el escultor Antonio Salemme, en cuya casa vivió Fuller.

Unos meses después Bucky ya tení­a listo su primer diseño: una casa portátil desmontable y a prueba de terremotos. Un mástil central sostení­a las viviendas. Una tripulación de avión se encargarí­a del mantenimiento y podrí­a trasladar estos bloques. No se trataba de un mero «look» industrial, Fuller se tomó en serio la idea de la casa como máquina.

Ilustraciones Bucky Fuller

Ni arquitectos ni ingenieros le aceptaron entre los suyos pero en 1930 Fuller cobró su seguro de vida y compró la revista Shelter donde escribí­an Frank Lloyd Wright y Philip Johnson. En dos años se quedó sin fondos, pero antes logró exponer sus planes en las páginas de esta publicación.

En 1933 puso en marcha su siguiente invento: el coche Dymaxion. Construyó tres prototipos y la policí­a de Nueva York le prohibió conducirlo por las calles de Manhattan tras provocar un atasco de siete horas en Madison Square. El éxito y el asombro acabaron cuando un grupo de expertos europeos sufrieron un fatal accidente. El conductor murió y, aunque la investigación posterior demostró que otro vehí­culo habí­a provocado el accidente para entonces el coche ya estaba enterrado.

En el Whitney se expone el único modelo que sobrevivió, una especie de enorme furgoneta Volkswagen pintada de azul.

Inasequible al desaliento, en la década de los 40 Fuller diseñó varias casas más. Un viaje por América le hizo reparar en los almacenes de grano que él trató de convertir en viviendas.

Bucky también quiso emplear la alta tecnologí­a militar aeronáutica en la construcción de casas y así­ transformar la industria armamentí­stica en constructoras. En un folleto comercial se anunciaban las maravillas de la nueva casa con fachada de aluminio. De aquello quedó un solo prototipo en Wichita, que hoy todaví­a sigue en pie.

La magia de Fuller emana de su postura ante la vida y la creación. «Consideraba que no era suficiente con tener una gran idea, habí­a que llevarla a cabo y asumir riesgos», afirma mientras pasea por la exposición la joven diseñadora y arquitecta Stephanie Smith, fundadora de Ecoshack, una de las empresas punteras de diseño en Estados Unidos.

En 1948 Bucky participó en los cursos de verano de Black Mountain College. Allí­ coincidió con Josef y Ari Albers, con Ruth Asawa, William de Kooning y Kenneth Snelson. El siguiente verano el inventor consiguió levantar la primera cúpula geodésica. A partir de ese momento, esta estructura ligera y resistente sirvió para cubrir pabellones de exposición, cines, iglesias y hasta para construir columpios.

El hiperactivo Bucky inventó el Juego del Mundo para intentar promover una nueva gestión de la información.

«Era necesario que se propagase un nuevo mapa del mundo sin discontinuidades que él habí­a diseñado desafiando los cálculos de Mercator para poder proyectar y comprender la información acerca de las carencias y los recursos globales. Fuller querí­a que se vieran las consecuencias de determinadas acciones», señala Hays, decano de Harvard y comisario de la exposición.

El movimiento contracultural de los sesenta y setenta le convirtió en un í­dolo de rebeldes. Una de las frases en boga entre los jóvenes hippies estadounidenses de aquellos años rezaba:

«No te fí­es de nadie que tenga más de 30 años, excepto de Bucky Fuller.»

Las imágenes del enérgico anciano vestido con austeridad, perorando ante una multitud de jóvenes melenudos aún resultan sorprendentes.

Fuller dijo que Dios era un verbo, habló de acción, de movimiento, de corrientes e interconexiones. Esto es lo que le vinculó al movimiento contracultural y le convirtió en un gurú de los hippies.

Pero Fuller no lo poní­a del todo fácil, sus conferencias duraban entre 6 y 8 horas. Él lo llamaba pensar en voz alta. Hays aún recuerda cuando acudió a verle en la Politécnica de la Universidad de Georgia en Atlanta. Aguanté cuatro horas, pero la charla duró seis. Me sentí­ muy inspirado sin saber muy bien cómo o para qué.

Fuente: El paí­s

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