Calles con los trazados más caprichosos

Córdoba, que ya intentó ser Capital Cultural de Europa en 1992 (entonces el beneficio recayó en Madrid, que protestó al verse relegada por la designación en el mismo año de la Expo de Sevilla y las Olimpí­adas para Barcelona), se queda una vez más a las puertas frente a la elección de San Sebastián para 2016.

No tengo nada contra la hermosa capital donostiarra pero tal decisión tira por tierra el esfuerzo y la esperanza colectiva de los cordobeses por impulsar desde hace mucho tiempo un proyecto que merecen y necesitan, conscientes de que la ciudad califal se encuentra legitimada como la que más gracias a una extensa tradición cultural, a su diversidad, universalidad y belleza.

Tuve la suerte de vivir allí­ durante los años de universidad. Recorrí sus calles muchas veces, disfruté el carácter andaluz único, respiré su magia, la amé…

Hoy, tantos años después, revolviendo viejos escritos rescato esta tonterí­a que escribí­ hace muchos años sobre aquellos deliciosos paseos por Córdoba.

Calles con los trazados más caprichosos

Desde la noche anterior y agazapado en la penumbra de mi habitación, iba escrutando los mapas urbanos de que habí­a hecho acopio sobre la ciudad califal. En pequeñas hojas sueltas anotaba posibles itinerarios para mis pies ansiosos de aventura, todo con el fin de trazar una senda nueva, de agarrar con la mano esa confusión de lugares olvidados por los que vagar a la mañana siguiente.

Comprendedlo, el itinerario tení­a que ser nuevo cada vez, impulsado por un guión que sin embargo luego perderí­a, llevados mis pasos por otras sensaciones imprevistas. En este vida los pasos no le conducen a uno por donde debe, ni siquiera por donde puede.


En la mañana, muy pronto abandono el sopor blanco de la biblioteca vencido por un sueño pertinaz: para qué seguir perdiendo el tiempo frente a los interminables textos si la mirada cae incapaz de sostenerse. Desde el momento en que aparto la silla del cubículo da comienzo una de esas caminatas sin rumbo.

Salgo a la plaza del Cardenal Salazar y apunto a la primera callejuela que encuentre, mientras más estrecha y desaliñada, mejor. Resuenan las zancadas con un eco especial por tales empedrados. No recuerdo si es primavera, en realidad aquí­ la primavera reaparece en distintos meses del año, solo hay que inhalar las fragancias que transporta la brisa y seguir adelante, nada más. Pronto lo baña todo una luz áurea mientras el pensamiento cabalga sin ligazón.

Siempre albergué sospechas de que algunos de los callejones encubiertos que allí­ vi son, aparte de testigos mudos de la historia, una suerte de pasarela hacia otra magnitud del espacio y tiempo, sin que pueda precisar más. Si hoy opté por un compuesto de callejas haciendo y deshaciendo su enredo, sin duda mañana iniciaré con ojos casi cerrados un periplo por otra de las muchas caras del mismo laberinto del tiempo.


Con solo una pirueta irrumpo en la Mezquita, no abierta aún a la hornada turista. En realidad el templo cristiano solo se ofrece a beatas madrugadoras, con su querencia habitual por las horas del alba.

Entro disimuladamente por una de las puertas laterales de acceso a camuflarme bajo la penumbra fresca y milenaria, entre evocaciones difusas y conmovedoras. Para ser sinceros, no se qué hago aquí­ a estas horas pero es justamente donde quiero estar, nadando entre las sombras como otro personaje de alguno de esos cuadros tenebrosos distribuidos por un bosque de 850 columnas.

Un rato después salto afuera y desando el camino cuando los rayos de sol van tomando fuerza. Pero, maldita sea, otra vez he cambiado de ruta sin apenas darme cuenta y ya mi cuerpo se mueve lamiendo esquinas, paredes desgastadas llenas de cicatrices.


Dejo atrás la entrada a la Sinagoga y superando con sigilo el recodo donde Maimónides instruye en soledad a un auditorio ficticio, bordeo el callejón de los muertos, atravieso con sentimiento de culpa la plaza de la Facultad, subo la cuesta de Arte Dramático en dirección al centro, asomo la nariz a la angostura de Rey Heredia y bajo hacia el otro lado al pasar las Tendillas.

Dejando atrás las columnas romanas me dejo caer por la Corredera, que todaví­a conserva la memoria medieval consigo, sembrados de muebles, mimbres y librerí­as de viejo el interior de sus arcos consumidos. ¡Cuántos libros de tapa blanda, ajados, habré comprado aquí­!

No importa las siluetas de mil sombras que sueñan en silencio porque en verdad me siento como un sultán flotando por estos escenarios.


Un descuido y ante mi la plaza cervantina del Potro, minúscula y risueña. Algo después permaneceré sentado un instante en Jerónimo Páez, junto al Museo Arqueológico y la casa del Judí­o, al lado de la residencia donde un lejano dí­a estuvo interno mi padre.

Permanezco quieto en el mismo escalón en que una noche inolvidable de junio hablamos con un desconocido que tocaba inspiradí­simo la guitarra española al aire libre.

Asciendo por los peldaños medio rotos, resbalo en pos del curso del rí­o rebasando las fachadas del Alcázar y ya me veis recorriendo San Basilio sólo por aspirar los aromas dulzones de la flor. De reojo veo desfilar patios de refinamiento armónico, donde un pozo, una pared encalada y una sencilla planta se bastan para jugar con el sol en la más sabia distinción del sur.


Luego de cambiar por enésima vez los pesados libros de brazo perseguiré las lí­neas paralelas de los naranjos, bailando en mi cabeza figuras fantasmales de judí­os y musulmanes. Acaso enfile directo a esconder mi figura por las plazuelas del Realejo, allí­ donde las plantas de los pies no cesan de acariciar la piedra pulida del suelo.

Y de vuelta a la ribera, discurro por el contorno del casco antiguo dejando a un lado el arcángel y el perfil de la Calahorra que asoma a la izquierda, codeándome encantado con cien turistas de ojos animados que deambulan en desorden por los tenderetes de la Juderí­a.

¡Cómo pasa el tiempo! El sol en alto y parece que esta mañana tampoco he estudiado mucho que digamos. He de regresar.


La puerta de Almodóvar es la boca que escupe mis pasos acelerados otra vez al tráfico de la ciudad pero aún quiero contemplar brevemente los cipreses y pasear la mirada por el agua de los estanques encajonados entre la muralla y Cruz Roja, un rincón mágico que en primavera huele a jazmí­n y azahar y en verano da cobijo a pandillas con litrona, a enamorados y a poetas insomnes.

Llego hasta la estatua sedente de Averroes, pegada a la puerta de la Luna y doy la vuelta. Necesito sentir a mi lado la muralla, cuya lí­nea sigo testarudo.

Cuando entremezclado con el gentí­o alcanzo el centro urbano, me pregunto qué coño hago ahí­ y escapo a casa rápidamente para no perder la hora de la comida.

Al dí­a siguiente estaré antes de las 8 y media en la facultad leyendo avisos y notificaciones, invariablemente con la sensación nerviosa de no haberme enterado de la fecha de algún examen o trabajo.


Atravesando los altí­simos pasillos de cal, me dirijo otra vez hacia el ala nueva de la biblioteca y quedo acoplado a los demás, yo también con aire profesional y serio.

Es estúpido seguir convencido en cumplir estos menesteres mientras afuera luce un dí­a tan maravilloso; estúpido no reconocer que en menos de una hora declararé solemnemente una nueva derrota ante el sueño y que otra vez desapareceré por los vericuetos de estas viejas calles con los trazados más caprichosos.

Añadir un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.

Privacidad y cookies

Utilizamos cookies para que usted tenga la mejor experiencia de usuario. Si continúa navegando está dando su consentimiento para la aceptación de las mismas Enlace a polí­tica de cookies y política de privacidad y aviso legal.

Pulse el botón ACEPTAR para confirmar que ha leído y aceptado la información presentada


ACEPTAR
Aviso de cookies