Churchill, de copa en copa

No hablaremos del polí­tico o el estadista, ni siquiera del escritor: para eso hay ya muchas y voluminosas biografí­as, documentales, pelí­culas… Hablemos un poco del Wiston Churchill bebedor, gran fumador y glotón ilustrado.


En una visita oficial al rey de Arabia Saudita, Churchill vio con horror que en la mesa no habí­a más que zumo de naranja y pidió urgentemente whisky.

«La religión del rey», le explicó el intérprete, «prohí­be el consumo de alcohol». «Pues mi religión», replicó Churchill, «exige el consumo de alcohol en todas las comidas, y a veces incluso a lo largo de los intervalos entre las comidas».

¡Oh, cuán gustaba del buen whisky escocés, del coñac y el oporto y como buen inglés, también de la ginebra! ¿Qué decir del noble vino? Los vinos franceses eran sus preferidos y el champán Pol Rodger uno de sus grandes amores junto con esos 8 ó 9 puros habanos de grandes dimensiones que cada dí­a metí­a entre pecho y espalda, especí­ficamente Romeo y Julieta.

Cuenta Jesús Hernández en Historias Asombrosas de la Segunda Guerra Mundial, que Churchill prácticamente no dejaba de tomar alcohol a lo largo del dí­a:

«Habitualmente, en cuanto despertaba se tomaba un whisky aún en la cama y no desayunaba sin haberse tomado antes un copa de jerez. Durante las comidas era fiel al champán francés y después se hací­a servir varias copas de coñac hasta quedarse dormido. Por la noche descorchaba otra botella de champán y una copa de coñac de noventa años era el epí­logo a la cena. Sorprendentemente, al poco rato se poní­a a trabajar».

Ingerir esa dosis de tan generosos caldos es algo que no parecí­a minar su capacidad de trabajo. A él al menos no.

La reputación de Winston Churchill como bebedor empedernido es legendaria pero, ¿era tan sólo eso, una «dependencia controlada» o claramente un alcohólico en toda regla?

No hay respuesta cierta a eso, ni fin para la polémica, algo que resulta lógico si tenemos en cuenta que no practicaba ejercicio fí­sico, fumaba y bebí­a pródigamente y poseí­a un magní­fico apetito, es decir, flirteaba con todas las armas de castigo hacia pulmones, hí­gado y corazón y aún así­ alcanzó los 90 años de edad.

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