Darwin, FitzRoy y el gran viaje del Beagle

En 1859 Whitwell Elwin, director de la respetada revista inglesa Quarterly Review, recibió un ejemplar de adelanto de un nuevo libro del naturalista Charles Darwin. Lo leyó y reconoció su mérito, pero temí­a que el tema fuese demasiado especializado e instó a su autor a escribir sobre palomas:

«Las palomas interesan a todo el mundo», comentó amablemente

Ejemplar de la primera edición del Origen de las Especies

Afortunadamente su consejo quedó ignorado y a finales de año se publicaba El origen de las especies (On the Origin of Species), un trabajo precursor de la literatura científica y fundamento de la teoría de la biología evolutiva.

La primera edición se vendió el primer dí­a y desde entonces ha sido una obra capital que nunca dejó de provocar controversias. No está mal para haber sido escrita por un hombre cuyo interés principal eran las lombrices de tierra y que si no hubiera emprendido el periplo marí­timo del Beagle probablemente hubiera dedicado su vida a ser otro párroco rural en la Inglaterra victoriana.

Hijo de un médico adinerado y huérfano de madre desde niño, Darwin recibió una excelente educación. Estudió medicina y también Derecho, aunque finalmente se graduó en Teologí­a por Cambridge.

Estaba camino de ser vicario cuando fue invitado a participar en una travesí­a del buque de investigación naval Beagle capitaneado por Robert FitzRoy, de 26 años (Darwin tení­a entonces 22).

Terminaría siendo uno de los más importantes viajes marí­timos de la historia de la humanidad.

Tal como Fitzroy había propuesto, el joven Darwin dedicó la mayor parte del tiempo a investigaciones geológicas en tierra firme y a recopilar ejemplares, mientras el Beagle realizaba su misión científica midiendo corrientes oceánicas y cartografiando la costa.

Darwin tomó notas escrupulosamente durante todo el viaje y enviaba regularmente sus hallazgos a Cambridge junto con una larga correspondencia para su familia que se convertiría en el diario del viaje.

Para Charles Darwin el perí­odo de 1831 a 1836 a bordo del Beagle constituyó la gran experiencia formativa de su vida a pesar de las continuas discusiones con FitzRoy, quien padecí­a arrebatos de furia seguidos de un notable resentimiento.

El recorrido del Beagle

La misión oficial de FitzRoy era cartografiar las costas; su afición í­ntima, buscar pruebas para una interpretación bí­blica de la creación y tener a Darwin a bordo obedecí­a entre otras cosas a su formación eclesiástica. Que luego Darwin fuese más cientí­fico que devoto darí­a pie a continuos roces entre ambas personalidades.

Las largas travesí­as por el océano siempre fueron duras experiencias que no todos podí­an soportar y de hecho el anterior capitán del Beagle se habí­a atravesado la cabeza de un balazo y el mismo FitzRoy procedí­a de una familia con claras tendencias depresivas (un tí­o suyo se habí­a cortado el cuello unos años antes, cosa que repetirí­a el propio FitzRoy en 1865).

Robert FitzRoy (1805-1865) ha pasado a la mitologí­a popular darwiniana como una especie de fanático fundamentalista incapaz de ver más allá de los versí­culos de La Biblia. Sin embargo merece más que eso, ya que fue un navegante brillante, hombre culto y buen cientí­fico, tal como el propio Darwin reconoció en numerosos escritos.

Sus aportaciones a la meteorologí­a todaví­a perduran; sus mapas y cartas de navegación son la base de los utilizados en la actualidad. Inventó un barómetro que lleva su nombre, fácil de usar y muy utilizado por los pescadores ingleses.

Cuando la meteorologí­a todavía estaba en pañales defendió con argumentos sólidos que era posible hacer predicciones fiables del tiempo a corto plazo. Desarrolló un método para realizar mapas sinópticos del tiempo y consiguió que el diario The Times comenzara a publicar previsiones y mapas meteorológicos diarios.

Esta idea, que llevó a cabo desde su puesto de director del servicio meteorológico del Almirantazgo, le valió ser objeto de numerosas burlas. Sin embargo años después seguí­a recibiendo en su casa a miembros al servicio de la reina Victoria que demandaban pronósticos privados para las vacaciones reales.

FitzRoy escribió numerosos libros y artí­culos, alguno de ellos como coautor del propio Charles Darwin, con quien chocó no pocas veces.

Era persona recta, generoso, audaz y amigo apasionado pero le traicionaba un temperamento extraño y taciturno y, si se sentí­a ofendido, su indignación era mayúscula -como cuando se publicó «El origen de las especies»-.

Si ya era religioso, luego lo fue aún más. Al final de su vida se habí­a empobrecido debido en gran parte a su generosidad, hasta tal punto que a su muerte se organizó una suscripción para pagar sus deudas.

El HMS Beagle en Tierra del Fuego, pintura de Conrad Martens, artista del barco en 1833.

Cuando Charles Darwin partió con el Beagle en el periplo que le llevarí­a por Cabo Verde, Sudamérica, estrecho de Magallanes, islas Galápagos, Tahití­, Nueva Zelanda, Australia, Maldivas y Mauricio, el naví­o ya habí­a participado en un viaje que el Almirantazgo británico organizó en 1826 para inspeccionar las costas de América del Sur, también con FitzRoy al mando.

En esta segunda expedición el capitán siempre veló por la seguridad y salud de su compañero y ambos acabaron siendo grandes amigos pese a sus formas diferentes de ver el mundo.

Como prototipo de personaje victoriano, FitzRoy es un aristócrata culto y enérgico que admiraba todas las ciencias en desarrollo sin dejar de creer a pies juntillas que la explicación de cualquier enigma residí­a en la Biblia. En el otro extremo, Darwin, un licenciado opuesto al inmovilismo de la Iglesia.

Durante los 5 años de viaje, ambos jóvenes se profesaron admiración mutua.

Fitzroy puso toda su energí­a y empeño -y parte de su fortuna personal- en lograr la impresionante tarea que le habí­an encomendado. Darwin se sentí­a desbordado por la inmensidad, variedad y belleza del mundo que estaban descubriendo.

Dos personajes resueltos ante un mundo fascinante y su misión arriesgada y excitante fue descubrirlo, catalogarlo y cartografiarlo.

Aunque nació como barco de guerra, el Beagle no participó en batalla alguna. Era un tipo de embarcación que los marineros apodaban bergantí­n-ataúd porque casi la cuarta parte de los barcos de esta clase que se construyeron en la época naufragaron o quedaron inútiles al enfrentarse con las inclemencias del mar.

El Beagle en la bahí­a de Sydney (1838), por Ron Scobie

El Beagle, sin embargo, sobrevivió y se pudieron cartografiar las costas más peligrosas del planeta, allí­ donde el mar y las islas tienen nombres como Tormenta, Hornos, Desolación o Riesgo. Después de estar anclado durante 25 años, se convirtió en un desecho naval vendido en 1870 por 525 libras.

La travesí­a del Beagle puede considerarse mucho más que fructí­fera. Darwin vivió incontables aventuras y trajo una colección de especí­menes impresionante. Encontró fósiles gigantes, sobrevivió a un terremoto en Chile, descubrió una nueva especie de delfí­n, realizó provechosas investigaciones geológicas en los Andes, elaboró una teorí­a sobre las formaciones de corales…

Cuando en 1836 y con 27 años regresó a su paí­s tras 5 años de ausencia, ya nunca volverí­a a salir de Inglaterra.

Llegado a este punto, Charles Darwin hizo algo sorprendente: durante los 15 años siguientes dejó a un lado esas notas sobre su teorí­a y se dedicó a otras cosas, como por ejemplo engendrar 10 hijos y escribir una obra exhaustiva sobre los percebes (a los que, según confesó, llegó a odiar después de tanta dedicación).

Al mismo tiempo su cuerpo desarrolló diversas molestias crónicas: agotamiento, temblores, apatí­a, nauseas, vértigo, que le llevaron a practicar toda suerte de tratamientos: baños helados, rociarse con vinagre, descargas eléctricas. Se convirtió en un eremita que no abandonaba su casa de Kent.

Debido a su inexperiencia como naturalista y a que todaví­a era necesario examinar cajas y cajas de especí­menes traí­dos, hasta 1842 no empezó a bosquejar los rudimentos de esa nueva teorí­a que propugna que todos los organismos compiten por los recursos y que la selección natural es el medio por el que algunas especies prosperan mientras otras no.

Caricatura británica de la década de 1870 representando a Darwin con cuerpo de simio.

Mantenía casi en secreto su teorí­a de la evolución de las especies consciente del revuelo que iba a levantar; incluso es posible que nunca hubiera dado el paso para su publicación de no ser por las circunstancias.

Las implicaciones de aquel pensamiento evolucionista eran demoledoras en la sociedad en la que viví­a, donde la palabra del Antiguo Testamento no admití­a dudas, ni siquiera por parte de los cientí­ficos.

Una teorí­a que condujese a la idea de una creación sin Dios era perturbadora e inadmisible, además de un atentado directo contra el orden moral establecido. Y como Darwin se habí­a casado con una prima, heredera del magnate de la cerámica Josiah Wedgwood, tampoco tení­a necesidad material que le apremiara a publicar. Prefirió esperar.

A Darwin siempre le atormentaron sus propias ideas. Dijo que al revelar la teorí­a sintió «como si confesase un asesinato».

La publicación de su obra magna le granjeó la animadversión de amplios sectores de la Iglesia Anglicana, opuestos a cuestionar la interpretación de la Biblia, y suscitó innumerables polémicas acerca de la evolución del mono al hombre.

Darwin, que habí­a reflexionado largamente respecto a la conveniencia o no de publicar sus trabajos y que los dio a conocer en colaboración con Alfred Russel Wallace impulsado por una comunicación que le daba noticia de hallazgos similares por otros investigadores, no participó directamente en las polémicas y dejó que fuera el biólogo británico Thomas H. Huxley el encargado de asumir el peso de la defensa de su teorí­a de la evolución.

Mientras tanto, Fitzroy habí­a probado fortuna en polí­tica pero fracasó como gobernador de Nueva Zelanda, sufrió la injusta humillación de la prensa cuando inventó el servicio meteorológico y padeció la muerte de su mujer y su hija mayor.

Cuando se casó por segunda vez, se aferró a la religión de forma desesperada. Por aquel entonces su antiguo amigo Charles Darwin, apremiado por otros cientí­ficos que estaban llegando a las mismas conclusiones que él habí­a postulado años atrás, publicó «El origen de las especies», el arma más demoledora contra los creacionistas que haya existido jamás.

Para Fitzroy supuso un duro golpe. Habí­a ayudado, alentado y proporcionado los medios fí­sicos y materiales a una persona que hería de muerte los pilares de su fe.

Después de sufrir la última humillación intentando rebatir las ideas de Darwin en un foro público de Londres, cayó en una profunda depresión. El 30 de abril de 1865, cuando parecí­a recuperado, se levantó temprano, saludó a su mujer y a su hija Laura, cogió su navaja y se rebanó el cuello en el vestidor de su habitación.

A Darwin se le venera como un sabio gigantesco que lo cambió todo. A Fitzroy, un hombre al que la navegación, la meteorologí­a y la historia le deben gloriosas páginas, ni siquiera lo recordamos.

El darwinismo tuvo inicialmente mayor éxito comercial que buena acogida por parte de la crí­tica especializada ya que, irónicamente, El origen de la especies lo único que no podí­a explicar era cómo se originaban esas especies.

Por entonces un humilde monje de Europa central llamado Gregor Mendel estaba dando con la solución a ese vací­o al mezclar meticulosamente guisantes.

Darwin y Mendel establecieron juntos sin saberlo los cimientos de todas las ciencias de la vida del S. XX. El primero percibió que todos los seres vivos están emparentados y que en última instancia tienen por ascendencia un origen común; Mendel aportó el mecanismo que permití­a explicar cómo podí­a suceder eso.

A Darwin se le honró en vida pero no por El origen de las especies sin por sus trabajos de Geologí­a, Zoologí­a y Botánica. Fue el primero en darse cuenta de la importancia vital que tienen los gusanos para la fertilidad del suelo, estudió las aves e investigó la fecundación en el reino vegetal entre otras cosas.

La sombra de Darwin aporta una mirada completamente original en un momento decisivo de la historia de la ciencia, cuando chocaron dramáticamente -ya sin remedio- la fe contra la razón, la Biblia frente a la Ciencia.

Tras Darwin y Mendel el mundo parecí­a preparado para comenzar a comprender cómo hemos llegado hasta aquí­.

Hay una inmensa bibliografía sobre el tema pero he preferido centrarme en la vida y personalidad de los protagonistas. Es la misma línea de Bill Bryson en Una breve historia de casi todo.

Fuentes

Fitzroy y los primeros partes meteorológicos
Y en el origen… estaba Darwin

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