El desierto de los tártaros

El desierto de los tártaros es la obra maestra del italiano Dino Buzzati (1906-1972). Escrita en 1940, consagró a su autor como uno de los más relevantes novelistas italianos de su época e incluso algunos lo sitúan como uno de los más notables narradores del S. XX, a pesar de que él mismo no querí­a ser considerado escritor sino más bien un simple periodista que a veces escribí­a ficciones.

Este verano coincidió esta lectura grave, desalentadora y profunda, con unos paseos por las resecas y solitarias tierras que me vieron nacer. Todo encajó mecánicamente y entonces decidí­ hablar del espíritu de esta obra, un ejemplo sabio acerca de las paradojas del tiempo en la vida de los hombres.

Vivir significa soñar, confiando siempre que en algún momento llegarán para nosotros acontecimientos extraordinarios que nos catapulten, en la madurez necesitamos que se restañen nuestras heridas, después sólo nos atrevemos a querer que se alivie el desbarajuste que padecemos. Y en ocasiones, durante un alto en el camino, se propaga dentro de nosotros una negra sospecha: ¿No estaremos entregando nuestra vida a un espejismo?


Buzzati fue además de escritor, periodista del Corriere della sera, donde colaboró gran parte de su vida. Trabajó como corresponsal polí­tico, articulista y crí­tico teatral. También destacó como ilustrador (la pintura era su otra gran pasión).

Enviado en 1939 como reportero de guerra a Addis Abeba, al año siguiente publicarí­a el libro que le dio la fama, El desierto de los tártaros (Il deserto dei Tartari).

En esta alegoría existencial nos presenta al teniente Giovanni Drogo, que recién salido de la academia militar es destinado a la fortaleza Bastiani para lo que cree va a ser un destino breve y fugaz. Drogo, joven e idealista, acepta sin más el destino con la convicción del militar aunque en realidad su aspiración radica en desarrollar su carrera en la ciudad, donde encontrará más opciones personales y profesionales.

Desde tan remoto acuartelamiento los militares vigilan el confí­n norte del reino que limita con el llamado «desierto de los Tártaros». El joven Drogo descubre con sorpresa las interioridades de una fortaleza donde los hombres se conducen como autómatas bajo la rutina del servicio y el aislamiento. Hombres obsesionados por el lugar, encadenados a él y con la vací­a esperanza de obtener la gloria algún dí­a.

Y entonces sucumbe fascinado ante un horizonte perdido sin fin, bajo la tensa espera de un ataque que anhela y teme al mismo tiempo, el asedio por parte de unas tropas enemigas desconocidas e invisibles. Es una época sin precisar y un lugar sin precisar, como inútil resulta la espera de un enemigo que nunca llegará.

A lo largo de los años Drogo regresa a la ciudad en sus permisos pero ya no encuentra la felicidad que conoció allí. Todos los suyos han seguido adelante con sus vidas y entonces comprende su trágica desconexión: está fuera de lugar, ya no tiene hogar y lo único que da algún sentido a su vida es la fortaleza.

Paulatinamente Drogo queda atrapado y asistirá impotente a la brutal fuga del tiempo mientras malgasta los años de su vida.


Preciso es decir que esa concepción del tiempo, la complicada relación del ser humano con «su» tiempo de permanencia entre los vivos, supone el mayor logro del relato, expresado con hondura y una hermosa poética. La vida se presenta como un periplo iniciado en un amanecer luminoso que parece vaya a perdurar intacto:

"Hasta entonces habí­a avanzado por la despreocupada edad de la primera juventud, un camino que de niño parece infinito, por el que los años discurren lentos y con paso ligero, de modo que nadie nota su marcha. Se camina plácidamente, mirando con curiosidad alrededor, no hay ninguna necesidad de apresurarse, nadie nos hostiga por detrás y nadie nos espera, también los compañeros avanzan sin aprensiones, parándose a menudo a bromear.

Desde las casas, en las puertas, las personas mayores saludan benignas y hacen gestos indicando el horizonte con sonrisas de inteligencia; así­ el corazón empieza a latir con heroicos y tiernos deseos, se saborea la ví­spera de las cosas maravillosas que se esperan más adelante; aún no se ven, no, pero es seguro, absolutamente seguro, que un dí­a llegaremos a ellas."

Sin embargo, solo es cuestión de etapas, el entorno se hace hostil mientras el tiempo vuela y a la caí­da del sol estamos completamente desamparados. El corazón encogido descubre que lo mejor que tuvimos ha quedado atrás, definitivamente irrecuperable.

"Entre tanto el tiempo corrí­a, su latido silencioso mide cada vez más precipitado la vida, no podemos parar ni un instante, ni siquiera para una ojeada hacia atrás. "¡Párate! ¡Párate!", quisiéramos gritar, pero comprendemos que es inútil. Todo huye, los hombres, las estaciones, las nubes; y de nada sirve agarrarse a las piedras, resistir en lo alto de un escollo; los dedos cansados se abren, los brazos se aflojan inertes, nos arrastra de nuevo el rí­o, que parece lento pero jamás se para."

Nadie desea enterrar su juventud entre los muros de una fortaleza y sin embargo es precisamente lo que le ocurre al teniente, capitán y luego comandante Giovanni Drogo, quien ve consumirse su propia vida sin moverse del lugar. La historia de una vida entera anclado al mismo sitio, la historia de tantos seres anónimos como podamos imaginar.

A pesar de una novela que versa sobre el tedio y la angustia existencial, con un estilo sencillo que se detiene en los detalles, Buzzati construye una completa atmósfera literaria realmente evocadora y mágica, llena de ecos cautivadores, tristes y de una rara belleza.

"Callaron. ¿Dónde habí­a visto ya Drogo aquel mundo? ¿Lo habí­a vivido quizá en sueños o lo habí­a construido al leer alguna vieja fábula? Le parecí­a reconocer las bajas rocas caí­das, el valle tortuoso sin árboles ni verde, aquellos precipicios sesgados y por último aquel triángulo de desolada llanura que las rocas de delante no lograban ocultar. Ecos profundí­simos de su alma se habí­an despertado y él no sabí­a entenderlos."

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