El guardián entre el centeno de J. D. Salinger

Abrí­ El guardián entre el centeno cuando el tren que me llevaba desde algún lugar de Suecia hasta la capital echaba a andar. Lo hice con resignación, tení­a que afrontar de alguna manera las siete horas de viaje que tení­a por delante. Luego quise que el viaje durase más para que me diese tiempo a terminarlo sin pausa, pero conseguí­ acabarlo antes de llegar a Estocolmo. No muchas veces he devorado las páginas de un libro con esa misma avidez, con esa misma excitación por reconocer algo allí­ de mí­ mismo, por lo reconfortante de sentirme mejor acompañado.

Me caí­a de maravilla el protagonista, Holden Caulfield. Un desastre para todo (básicamente ante sus padres y profesores) pero tení­a talento para escribir, imaginación y sobre todo, tení­a alma. Un tipo de chaval al que admiraba y del que intentaba hacerme amigo en el instituto. Yo era un empollón y él no (hablo de él como si fuera real). Él era un rebelde sin Norte y yo también, aunque las rebeldí­as de Holden no se podí­an comparar a las mí­as cuando -llegada la hora, como a todos- empecé a cuestionar la autoridad.

Me sigue pasando y me acuerdo de Caulfield cada vez que ocurre, que en situaciones más o menos serias mi imaginación empieza a volar, escapo a mi mundo interior e imagino las chorradas más absurdas mientras mi cuerpo presente debe atender algún protocolo social más o menos prefijado. Tengo entonces que apretar los dientes y callarme la boca porque a veces se me escapa alguna palabra de ese universo de pamplinas cuando no toca.

Algunos pasajes del libro los recuerdo vagamente pero no voy a releerlo de momento, prefiero quedarme hasta ahora con el poso que dejó, más que con los detalles. La escena con la prostituta, la de su hermana pequeña a la que tanto quiere, y mi favorita, la conversación con Mr Antolini:

«La educación académica te proporcionará algo más.[…] Sabrás cuáles son exactamente tus medidas intelectuales y vestirás a tu mente de acuerdo con ellas.»

Consejo éste al que saqué partido mientras estudiaba en una surrealista y oscura facultad de Telecomunicaciones.

Sin embargo la frase que más recuerdo del libro (y que no encuentro, maldita sea) decí­a que los hombres y muchachos perdidos, aquellos que intentan escapar de la alienación deben buscar sin cesar ese algo que les interese, que les llene:

«El dí­a que encuentres ese algo, agárrate a ello como el náufrago al tronco flotante»

J. D. Salinger (Nueva York, 1919–New Hampshire, 2010)

Algo similar dijo Ortega y Gasset pero esa es otra historia. Con el tiempo comprendí­ que tengo conmigo varios trozos de madera flotantes; no llegan para hacer un bote, pero sirven para no hundirme. Una de ellas tiene lija y cuatro ruedas de goma. Otra se desliza sigilosamente por la nieve. La tercera, de corcho y fibra, apenas toca el agua cuando monta las olas. Y así­, he ido entendiendo cuáles son mis verdaderas tablas salvavidas (que no busco en el cielo sino aquí­ en la tierra). Hay otras más en la lista, como escribir, o como la tarea de construir, tal que el albañil ladrillo a ladrillo, algo sólido con mi chica, mis amigos, mi familia, etc. La lista seguirí­a con otras tablas clandestinas, pero ésa también es otra historia.

Esta noche, después de escribir esto voy a rendir al escritor del libro otro homenaje más, voy a hojear la versión inglesa que me regalaron mis amigos Antonio y Diego. Todo mi respeto y admiración para Jerome David Salinger. Descanse en paz

Fuente: http://www.perspicalia.com/post/j-d-salinger

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