Interminables fuegos

La estela dibujada por un avión sobre el lienzo inmenso del cielo azul es el mejor de los pretextos para evadirse.

No hay muchas cosas que me emocionen tanto. Al mirar arriba escucho cómo la imaginación llega galopando sin esfuerzo en pocos segundos. Sigo aquí­ sólo, no se desde hace cuánto tiempo, en el dormitorio sobrio con cama de hierro y muebles repintados, con el sillón atestado de libros y revistas, mudos cómplices de la soledad.

Reclinado sobre la silla de mimbre, he apartado lejos las zapatillas y alzo los pies desnudos hacia la ventana ladeando la cabeza cada vez más hasta perder de vista la lí­nea blanca de un reactor tras las fantásticas nubes. Canturreo ligeramente y noto cómo las distancias se han esfumado por completo. ¿Dónde podrá ir semejante trasto?

Espanto a las moscas revoltosas del verano, olvido deliberadamente el cigarro sobre el cenicero y vuelan mis ojos desde las caprichosas volutas de humo hasta el balanceo extraño de las hojas al compás de la última brisa. Se respira el final de una hermosa tarde que arroja sobre el horizonte interminables fuegos.

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