Guy de Maupassant: creación y desintegración

«Tengo miedo de mi mismo, tengo miedo del miedo; pero, ante todo, tengo miedo de la espantosa confusión de mi espí­ritu, de mi razón, sobre la cual pierdo el dominio y a la cual enturbia un miedo opaco y misterioso.»

Guy de Maupassant

Algunos datos biográficos

René Albert Guy de Maupassant (1850-1893) ha sido uno de los grandes autores de cuentos en la historia de la literatura y ello a pesar de ser también uno de sus grandes desequilibrados (acabó sus dí­as en un manicomio).

Nacido en el seno de una aristocrática familia normanda, su infancia estuvo presidida por las constantes discusiones de sus padres; él violento y disoluto, entregado a continuos escarceos extramatrimoniales; ella, al parecer, bastante neurótica.

Ni que decir que muy pronto se sintió abandonado por la figura paterna. El trastorno del escritor, así­ como el de su hermano Hervé, quien también acabarí­a quitándose la vida, pudo tener su origen en esos y otros episodios de esta época. Por ejemplo se ha hablado de una enfermedad venérea contraí­da por su padre, y en cuanto a su madre, aunque le inculcó el interés por la literatura, volcarí­a sobre él tal pasión que se desentendió de su otro hijo, todo lo cual no debió de contribuir a la salud mental de ninguno de los tres.

Guy de Maupassant

Estudios, vagabundeos, borracheras, lecturas y descubrimientos… la adolescencia del escritor vino conformada por esas fecundas contradicciones y por la presencia imperiosa de una madre que acababa de separarse del marido.

Aunque no llegó a integrarse al frente, participó en la guerra franco-prusiana y en 1872 entra a trabajar como empleado en el ministerio de Marina, una ocupación que odió y de cuya rutina huí­a en pos de aventuras por el Sena. En ese ambiente llegó a tener un grupo de amigos con los que compartí­a su afición por el remo y las mujeres. Maupassant presumí­a de sus conquistas y de su vigor sexual. Era deportista, practicaba el piragüismo y presumía orgulloso de su fuerza.

La gloria es una cuestión de suerte

En 1876, apadrinado por Gustave Flaubert, Maupassant comienza a colaborar en diversos periódicos y revistas y pronto el gran Parí­s queda rendido ante su talento. El éxito le permite no sólo vivir de la pluma, sino también poder realizar sus sueños: el lujo, la inagotable actividad amatoria -tuvo infinidad de amantes-, los largos y solitarios viajes por mar en su yate Bel Ami, visitas frecuentes a Italia, Inglaterra y Africa y el ingreso en la buena sociedad de Cannes y de Paris.

Los bulevares y la vida burguesa en el París de la Belle Époque. Cuadro de Jean Béraud

Amigo de prostitutas y al mismo tiempo de damas de alta sociedad, Maupassant frecuentó ambos mundos indistintamente. Lo que llama la atención es que estaba más orgulloso de sus empresas amorosas que de sus obras literarias:

«¿Quién puede prever si mis historias sobrevivirán? ¿Quién puede saberlo? Hoy te consideran un gran hombre y la próxima generación te tira al mar. La gloria es cuestión de suerte, una jugada a los dados, mientras el amor es una sensación nueva arrancada a la nada.»

La celebridad habí­a surgido como un rayo y Maupassant fue un hombre feliz, si tal palabra puede aplicársele después de un fin espantoso, ya que poco después de los treinta años unos trastornos visuales le hicieron consultar a un médico y éste le observa una rigidez pupilar, primer sí­ntoma de la neurolúes que acabaría con su vida (la neurolúes es una enfermedad infecciosa del sistema nervioso que en su caso derivó de la sí­filis que habí­a contraí­do en su juventud).

Su vitalidad comienza a desmoronarse.

Maupassant remando en compañía de dos damas

El escritor siente entonces aversión a la fama, padece migrañas constantes, inquietud, obsesiones y busca alivio en el éter y la morfina. En sus escritos comienza a traslucirse la melancolí­a que invade irremediablemente su espí­ritu. De esta época datan sus relatos terrorí­ficos, en lo que parece un intento de conjurar el pánico y la protesta de un hombre que siente como su razón se desintegra.

El pesimismo se acentúa, así como la hostilidad hacia los demás y termina consumido por una soledad pendenciera que nutre de mala manera sus fantasí­as.

El fin

La noche del 1 de enero de 1892 intentó por tres veces abrirse la garganta con un cortaplumas de metal, tras otra tentativa previa de suicidio disparándose con su revólver. Sus amigos lo trasladaron a Parí­s donde fue internado en la clí­nica del doctor Blanche.

Allí­ morirí­a, al cabo de dieciocho meses de una inconsciencia sólo alterada por frecuentes accesos de violencia que obligaban a los enfermeros a ponerle la camisa de fuerza, padeciendo de fuertes delirios, ora de grandeza, ora de persecución. Llegó incluso a gritar: «Soy hijo de Dios. Mi madre se acostó con Cristo».

Émile Zola

En su funeral, en el que sus padres no estuvieron presentes, un emocionado Zola dio un breve discurso en su honor:

«Él, ¡Dios mio! ¡Golpeado por la demencia! ¡Toda ese felicidad, toda esa salud yéndose a pique».

Hoy puede visitarse su sobria tumba en el cementerio de Montparnasse Sud, en Parí­s. 

El sentido de su obra

Muchas veces se ha comentado el papel determinante que la alienación jugó en su obra. Sin embargo, nada de lo que narra o cuenta en su abundante correspondencia permite establecer esa relación directa y la claridad y concisión caracterí­sticas de su estilo se mantuvieron inalteradas hasta 1891, cuando dejó prácticamente de escribir.

Maupassant fue un materialista alejado de toda convicción religiosa, aproximándose a teorí­as que hoy juzgamos extravagantes, como el magnetismo, y asistiendo a sesiones de hipnosis. También participó de las populares creencias sobre la multiplicidad de mundos habitados. La crí­tica de la religión y la superstición no estaban reñidas con aceptación de puntos de vista intuicionistas, influencias que nos pueden parecer difí­cilmente conciliables hoy, pero que sintetizan los encontrados sentimientos que despertaba el discurso positivista entonces dominante.

Aunque la ciencia conseguía hacer retroceder los lí­mites de lo maravilloso, generaba a su vez un constelación de nuevos interrogantes y miedos sobre todo aquello que carecí­a de una explicación satisfactoria. Eso es algo que ahora, ciento y pico años después, tampoco parece ser muy diferente.

Las alucinaciones y la maní­a persecutoria no son más que algunos de los numerosos temas que exploró nuestro autor. Maupassant escribió entre cuarenta y cincuenta relatos que incluyen un variado abanico de temas, entre los que se cuentan la telepatí­a, la psicopatí­a criminal, la muerte y el más allá, la telequinesis, el erotismo mórbido, el advenimiento de la angustia y el miedo, a veces con rasgos oní­ricos, o de leyenda popular.

Pero la prosa de Maupassant no es escabrosa; sus relatos rebosan elegancia y buen hacer tanto en los propios diálogos como en la estructura ágil y nerviosa donde el elemento fantástico se acopla de forma intrigante con la vida cotidiana como reflejo de los fantasmas que habitan en uno mismo.

El material sobre el que construyó su obra fantástica resulta mucho más extenso y complejo de lo que parece, por más tentador que sea asociarla con la implacable progresión de la demencia.

El terror expresado por Maupassant en sus cuentos deviene de un tipo de terror personal surgido del alma como preludio de la propia desintegración.

En su obra lo fantástico no se opone a lo real, sino que constituye su prolongación. A menudo el personaje, de manera azarosa, se enfrenta a una situación inquietante o aterradora que no puede racionalizar o se ve aquejado por una fijación u obsesión anómala. El misterio pasa por la relación del personaje consigo mismo.

Todo un maestro del cuento fantástico que hace recordar la grandeza de Edgar Allan Poe (nos quedará para otra ocasión hablar de él). Fue además un autor muy prolí­fico que escribió soberbias novelas que reflejan una visión fuerte y sencilla de la existencia, un análisis impecable, un modo tranquilo de decir todo que conquista al lector.

El clima emotivo de cualquiera de sus cuentos es asombroso porque además de usar imágenes llenas de imaginación y sutileza consigue crear la atmósfera en muy pocas frases. Su intensidad es portentosa.

El Horla y otros cuentos fantásticos

En sus mejores novelas fantásticas, Maupassant hace del narrador el mismo héroe de la historia. Mismo procedimiento el de Allan Poe y otros muchos después de él. ¿Por qué leer a Maupassant? Porque su lectura cautiva como pocos saben hacerlo. Leí­ esta serie de cuentos hace muchí­simo tiempo y me marcaron y atraparon para siempre. Por eso no desaprovecho la ocasión para recomendar el Horla a todo el que se cruce en mi camino.

Dieciocho relatos componen «El Horla y otros cuentos fantásticos«, abarcando el perí­odo de 1876 a 1890, siendo sus ingredientes el misterio y el desvarí­o, la presencia obsesiva de la muerte, de lo sobrenatural, los crí­menes de origen oscuro, el suicidio, el miedo y la soledad.

Son historias breves y concluyentes donde nada es lo que parece inicialmente: lo insólito acecha tras lo cotidiano, lo absurdo reina sobre la lógica, tiene de hecho su propia lógica. El corazón humano muestra no tener fondo y el motor de la vida es tan misterioso e inaccesible como la naturaleza de los deseos. Historias que quieren demostrar que la fragilidad acompaña el movimiento de la vida toda. Y que la soledad en realidad está superpoblada. Ese es el universo de Maupassant.

Fragmentos

«Anduve de un lado para otro, pero no conseguí­ encontrar de nuevo la tumba de mi amada. Avancé con los brazos extendidos, chocando contra las tumbas con mis manos, mis pies, mis rodillas, mi pecho, incluso con mi cabeza, sin conseguir encontrarla. Anduve a tientas como un ciego buscando su camino. Toqué las lápidas, las cruces, las verjas de hierro, las coronas de metal y las coronas de flores marchitas. Leí­ los nombres con mis dedos pasándolos por encima de las letras. ¡Qué noche! ¡Qué noche! ¡Y no pude encontrarla!»

(extraí­do de La Muerta)

La muerta presenta una mezcla del elemento fantástico y terrorí­fico con una feroz y clarividente crí­tica moral.

El narrador-protagonista habla de su amante, muerta repentinamente tras un enfriamiento:

«No contaré nuestra historia. El amor no tiene más que una, siempre la misma».

Incapaz de asimilar su muerte, vaga por el cementerio y sufre una espeluznante visión en la que los muertos salen de sus tumbas y corrigen el benévolo epitafio que los vivos les han colocado a cada uno diciendo la verdad de lo que fueron en vida.

Así­, el texto «Aquí­ reposa Jacques Olivant, fallecido a la edad de cincuenta y un años. Amaba a los suyos, fue honrado y bondadoso, y murió en la paz del Señor», se convierte en: «Aquí­ reposa Jacques Olivant, fallecido a la edad de cincuenta y un años. Apresuró con sus duras palabras la muerte de su padre a quien deseaba heredar, torturó a su mujer, atormentó a sus hijos, engañó a sus vecinos, robó cuanto pudo y murió miserablemente».

Todos los muertos hacen una corrección parecida y cuando el protagonista mira la lápida de su amante, lee que: «Amó, fue amada y murió» se ha convertido en: «Habiendo salido un dí­a para engañar a su amante, cogió frí­o bajo la lluvia y murió».

Causa también un gran impacto El tic, con aliento y temática muy cercana a Poe.

En un balneario el protagonista observa a un señor con un extraño tic en la mano y a su hija, que nunca se quita un guante. El hombre le cuenta finalmente la historia: la hija fue enterrada creyéndosela muerta y despertó cuando un criado entró a la cripta y le cortó el dedo para robar su anillo (quien luego muere de un ataque cuando la vio de pie, sangrando pero viva).

En La cabellera el protagonista lee el diario de alguien que encontró la cabellera de una mujer en un compartimento secreto de un mueble de anticuario y, convencido de que la mujer recobra la vida y se hace su amante, va a todas partes con dicha cabellera. Al acariciarla, el protagonista sentirá una tentación similar.

Un loco es el diario de un alto magistrado que acaba de morir y en el que revela a tí­tulo póstumo su atracción por el homicidio y la cadena de atroces crí­menes que cometió por el simple placer de decidir la vida y la muerte de ciudadanos anónimos.

En El horla se nos habla de una extraña presencia que detecta en sí­ mismo el protagonista. Algo que le sorbe la vida, le hace padecer insomnios, que cambia las cosas de sitio y que finalmente le convierte en su esclavo. Para librarse de él, cree encerrarle en el salón y prende fuego a la casa con los criados dentro.

En ¿Quién sabe? el protagonista observa cómo sus muebles se van de casa como dotados de vida propia y desaparecen, aunque todo el mundo dice que ha sido un vulgar robo. Tiempo después los descubre en una chamarilerí­a pero cuando la policí­a llega allí­, ya no están. ¡Han vuelto a su casa!

En La mano, un inglés aventurero muestra a un juez francés la mano que guarda como trofeo, cercenada a un enemigo. Pero la mantiene atada a una argolla porque afirma que es muy peligrosa. Más tarde el inglés aparece muerto con un dedo de la mano en la boca, arrancado de un mordisco.

En Aparición, un anciano cuenta que en una ocasión un amigo cuya esposa acababa de morir le pidió que acudiera a la habitación que habí­a compartido con ella para recoger unas cartas de amor. En la habitación, mientras recoge lo que le han pedido, el hombre ve el espectro de una mujer que le pide angustiosamente que la peine, labor por la que parece experimentar un inmenso placer. ¿Una aparición?. Luego, sin embargo, en su casa comprueba que tiene unos cabellos largos en su propia ropa…

Por último Sobre el agua, uno de mis relatos favoritos, donde la travesí­a rutinaria de un rí­o se convierte en una pesadilla cuando al protagonista le queda engancha el ancla de su barca en mitad del cauce y al no poder moverse, debe pasar la noche entera en el rí­o preso de alucinaciones. El sorprendente final es un verdadero golpe de efecto cinematográfico:

«Me volví­ a sentar, agotado. Entretanto, el rí­o se habí­a ido cubriendo poco a poco con una niebla blanca muy espesa que reptaba a muy baja altura sobre el agua, de modo que al ponerme de pie, ya no veí­a ni el rí­o, ni mis pies, ni mi barco (..) Estaba como sepultado hasta la cintura en una sábana de algodón de una singular blancura y me vení­an a la mente imágenes fantásticas. Me figuraba que intentaban subir a mi barca (..) y que el rí­o (..) debí­a de estar lleno de seres extraños que nadaban a mi alrededor (..) tení­a las sienes oprimidas y mi corazón latí­a hasta casi ahogarme. Perdí­ la cabeza y pensé en escaparme nadando, pero en seguida aquella idea me hizo estremecer de espanto y me imaginaba que me arrastrarí­an por los pies hasta el mismo fondo de esa agua negra. Permanecí­ así­ quizá una hora, quizás dos, sin dormir, con los ojos abiertos, con pesadillas a mi alrededor. No me atreví­a a levantarme y sin embargo lo deseaba vivamente; minuto a minuto lo retrasaba. Me decí­a a mí­ mismo «¡Vamos, en pie!», y me daba miedo hacer un solo movimiento.»

Si se viene abajo nuestro pequeño mundo controlado, si nos sucediese en primera persona uno sólo de los hechos que narran estas historias, ¿cuáles serí­an las consecuencias?

La mente humana es tanto una máquina perfecta como un tinglado frágil en continuo y precario equilibrio. También puede revolverse como un ente traicionero y entonces será nuestro enemigo í­ntimo, el peor posible.

Creemos percibirlo todo pero ¿Y si realmente no percibimos ni siquiera nuestra propia realidad?.

Fuentes: [1] [2] [3]

2 Comentarios

Añadir un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.

Privacidad y cookies

Utilizamos cookies para que usted tenga la mejor experiencia de usuario. Si continúa navegando está dando su consentimiento para la aceptación de las mismas Enlace a polí­tica de cookies y política de privacidad y aviso legal.

Pulse el botón ACEPTAR para confirmar que ha leído y aceptado la información presentada


ACEPTAR
Aviso de cookies