La mano invisible que nos ha levantado la cartera

A pesar de que el asunto es grave no deja de tener su gracia. Uno ve por televisión las caras de decepción del personal (esos polí­ticos sudando tinta mientras tratan de convencernos de que aquí­ no pasa nada, esos corredores de bolsa echándose las manos a la cabeza en Wall Street) y no puede menos que preguntarse: ¿pero qué narices esperabais?

No será que esto no se vení­a advirtiendo. Unos doscientos años hace ya que Karl Marx lo dejó clarito. Matemática pura: A más B igual a C, esto se va a tomar por saco.

Pero claro, de todos es sabido que Marx era la mismí­sima reencarnación del maligno y El capital pura basura comunista.

Hasta hoy, cada vez que alguien ha alzado mí­nimamente la voz en contra de este capitalismo salvaje y despiadado que unos pocos han impuesto sobre el resto, se le han echado encima un montón de dobermans encorbatados ladrando aquello de «Vivimos en el mejor de los mundos posibles», este sistema es la solución a todos los males».

Ya se sabe que desear que el estado instaure normas que garanticen un mundo mejor es un claro sí­ntoma de esa enfermedad mental que tenemos todos los de izquierdas, que somos unos vagos envidiosos de las fortunas que los ricos han amasado honradamente y buscamos cualquier excusa para proyectar sobre ellos nuestro resentimiento.

La cosa es que algunos pensábamos que toda esa falaz argumentación era puro cinismo. Que no se la creí­an ni ellos, vamos.

Cuando nos contaron que su noble causa era ver algún dí­a este mundo libre de almorranas, algunos sospechamos que no era más que una excusa para seguir dándonos por el culo. Pero otros, muchos millones, se apresuraron a ir a la farmacia y compraron ellos mismos la vaselina. Más o menos como sucede con la religión.

Hoy, como ya se predijo, el barco se hunde.

Esa bondadosa mano invisible que iba a velar por el equilibrio del libre mercado ha resultado ser (qué sorpresa) la mano negra de la codicia. Una mano que no ha hecho más que robar carteras, de piel y de valores, y apilarlas detrás de tabiques de escayola fresca. Ahora, si el capitán tuviera lo que hay que tener, se hundirí­a con el barco. Reconocerí­a haber errado la ruta y asumirí­a la responsabilidad de habernos llevado directos al ojo del huracán; se aferrarí­a al timón con dignidad y morirí­a por sus ideales.

Pero no va a caer la breva. Sus ideales eran, efectivamente, puro cinismo. Ahora que la cosa se pone fea, los dobermans encorbatados se lamentan y con lágrimas en los ojos piden a ese Estado al que siempre quisieron dejar al margen que les saque del atolladero. Y el Estado va y tira de dinero público para tapar los agujeros del barco privado.

Porque si ellos se hunden nos hundimos todos, y después de tantas horas de sofá y televisor de plasma ya no sabemos nadar.

«Un paréntesis al libre mercado», ha llegado a sugerir alguien. Pues yo, más que un paréntesis, me inclino por un punto y final. Y si es posible que se arranquen estas páginas vergonzosas de nuestra historia en la que no se ha hecho más que joder la vida en este planeta para que unos pocos puedan pasear su estulticia en flamantes coches deportivos. Pero no. En cinco años volveremos a hacer cola en la farmacia. Parece que nos gusta.

Fuente: http://www.alfredodehoces.com/press/la-mano-invisible-nos-ha-robado-la-cartera

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