Philip Marlowe, un detective de los que ya no quedan

«Yo lo veo siempre en una calle solitaria, en espacios solitarios, perplejo pero nunca derrotado.» (Raymond Chandler explica a Marlowe en una carta).

La agencia de Marlowe está situada en un edificio impersonal de la gran ciudad, tan inmensa y moderna como corrupta, y ocupa habitación y media mal ventilada con escaso mobiliario, siempre desordenada, sin alma.

Cuando regresa allí­ tarde y cansado de todo, nadie lo espera: Se limitará a hojear la habitual correspondencia de publicidad y facturas que acaban en la papelera y a servirse un último trago solitario antes de irse a la cama «lleno de whisky y desazón«.

El escritor norteamericano Raymond Thornton Chandler (Chicago, 1888- La Jolla, California 1959), es conocido ante todo por ser el creador de Philip Marlowe, el duro detective privado cuya honestidad contrasta con el entorno sórdido y brutal de la California de la postguerra.

Su obra, notable por su realismo, incluye las novelas El sueño eterno (1939), Adiós muñeca (1940), La ventana siniestra (1942), La dama del lago (1943) y El largo adiós (1953), además de guiones cinematográficos como Perdición (1944), que dirigió Billy Wilder, La dalia azul, dirigida por Fritz Lang en 1946, Playback (1948) y Extraños en un tren (1951), de Alfred Hitchcock.

Aunque estadounidense, Chandler recibió una sólida formación literaria en Inglaterra y viajó además por Francia y Alemania a principios del S. XX.

Fue soldado en los Gordon Highlander de Canadá durante la Primera Guerra Mundial, empleado de banco, periodista y ejecutivo de una empresa de petróleo (de donde fue despedido por acoso a las secretarias). Trabajó como reportero y publicó poemas y su primer relato antes de volver a los Estados Unidos.

A su regreso vivirí­a el resto de su vida en California, el escenario tí­pico de sus novelas.

En 1924 se habí­a casado con Pearl Cecily Bowen (Cissy), dieciocho años mayor que él, lo que no fue obstáculo para que el matrimonio durase casi treinta años (ella falleció en 1954). No tuvieron hijos. Tras la muerte de su esposa, Raymond Chandler sufrió fuertes depresiones, agravó su alcoholismo e intentó suicidarse en un par de ocasiones.

Desde 1933, ya con 45 años, se habí­a dedicado por entero a escribir. No fue un escritor rápido, su estilo es muy cuidado y laborioso, pero supo dar a la novela negra una dignidad literaria que hasta entonces no tení­a.

Bogart como Sam Spade en «El halcón maltés«

De alguna manera fue seguidor del otro grande de la novela negra, Dashiell Hammett (autor de El halcón maltés), sin embargo sus estilos son muy diferentes: Hammett es más seco, Chandler irónico, y a pesar de ello las obras de ambos coinciden en la denuncia social de ambiciosos personajes de una sociedad capitalista salvaje donde el dinero y el poder son los motores verdaderos de las relaciones humanas, con sus consecuentes secuelas de crí­menes, marginación e injusticia.

Los felices años 20 quedaron atrás. La Gran Depresión lo ha trastocado casi todo y alumbra el nuevo decorado de una sociedad empobrecida y violenta donde pululan seres desconfiados y desesperados.

El nuevo paisaje cultural y urbano transformó por completo la literatura de crí­menes, sus ingredientes y sus escenarios. Los refinados ambientes del S. XIX sobre los que se moví­an las mentes prodigiosas de Auguste Dupin, Sherlock Holmes o Hercules Poirot dan paso al delito de calle, de tugurio, suburbios o burdeles y los ingeniosos planes de aristócratas criminales son ahora mucho más terrenales y prosaicos.

A menudo descubrimos cómo las ví­ctimas no son mejores que sus asesinos. La violencia ha estallado en una sociedad recelosa donde los ricos temen perder lo que poseen y los pobres ansí­an tomarlo de una manera u otra. Esto ya suena muy actual.

El detective privado caracterí­stico de la novela negra, series de televisión y cine puede de hecho adoptar muchas formas, pero sólo se me ocurren variaciones de un mismo molde, aquel que imaginaron hace muchos años dos escritores para sus personajes: Sam Spade, nacido de la pluma de Dashiell Hammett y Philip Marlowe, creado por Raymond Chandler.

El cine les dio vida y particularmente un rostro para la posteridad: Humphrey Bogart, que fue Sam Spade en El halcón maltés (John Huston, 1941) y Marlowe en El sueño eterno (Howard Hawks, 1946).

He leí­do que a Chandler le hubiera gustado tener a Cary Grant para encarnar a su detective pero eso es algo que nunca sucedió. Personalmente añadiré que para mí­ también Robert Mitchum fue un excelente Marlowe, a pesar de que lo interpretara con cierto cansancio a sus 57 años en «Adiós muñeca» (Dick Richards, 1975). A menudo veo su cara cuando estoy leyendo las historias de nuestro investigador.

Robert Mitchum es Philip Marlowe en «Adiós muñeca«

Los monólogos interiores, la silueta de las colinas que rodean Los Angeles, las frases contundentes y cortantes (con mucha más gracia e inventiva que la mayorí­a de los guiones del cine actual), el elenco de mujeres fatales, matones, los reyes del hampa, policí­as sádicos frente a policí­as honestos … todo este universo acompaña a relatos aparentemente banales que de forma sorpresiva pasan a ser intrincadas tramas detectivescas.

Estos son los mimbres que tejen las novelas de Chandler, estos los elementos propios que han pasado a ser casi imprescindibles en toda pelí­cula con detectives que se precie.

Chandler describe con crudeza las situaciones del relato, con destellos fuertes y precisos. Prefiere ir al grano antes que andarse con sentimentalismos. El propio Marlowe le sirve de vehí­culo para un ejercicio literario a través de la narración en primera persona. Nuestro personaje acostumbra a tener siempre una respuesta ingeniosa, pendenciera o amarga asomando a los labios.

Marlowe. Un tipo duro, solitario y relativamente culto, perdedor caballeroso que vive ajustadamente de sus ganancias escasas e irregulares (25 dólares diarios más gastos por caso admitido).

No acepta el dinero que no ha merecido, como tampoco acepta la insolencia de nadie. Un hombre leal y sincero que, aunque desencantado desde hace mucho, seguirá comportándose obstinadamente como un pequeño Quijote (núcleo de su rebeldí­a) frente a un mundo inclemente donde el dinero es la única ley. Son sus principios lo único que tiene, y nadie podrá arrebatárselos.

Porque su lucidez sigue teniendo plena vigencia y porque a estas alturas Marlowe ya es un viejo compañero de viaje, por eso tení­a que escribir sobre él.

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