Tan testarudo como el mismo mar

Alain Bombard (1924-2005) es uno de de esos «insensatos» de los que la humanidad no puede ni debe prescindir, un navegante solitario por voluntad propia, aventurero en estado puro que meditó profundamente sobre lo que significaba ser un náufrago.

Poniéndose él mismo manos a la obra, elevó las expectativas para todos aquellos que tuvieran el infortunio de verse algún dí­a perdidos en alta mar, aunque como reconociese:

«Los náufragos de todos los siglos serán siempre los mismos, sometidos a los sortilegios ignotos del mar».


Nacido en Paris, Bombard descubre el mar en unas vacaciones de invierno que pasa en Bretaña donde aprende la práctica de la vela y, una vez terminados sus estudios de medicina, ejerce en Boulogne-sur-Mer, localidad del norte de Francia junto al Canal de la Mancha.

Un mal dí­a de 1952 presencia la llegada a puerto de los cadáveres de 41 marineros ahogados tras un naufragio y este hecho no solamente le causa una profunda impresión sino que marcará su vida para siempre. Desde entonces encontrar maneras de aumentar las posibilidades de supervivencia ante un naufragio se convierte en su auténtico anhelo.

Durante la Segunda Guerra Mundial el problema de la supervivencia de los náufragos se habí­a presentado en muchísimas ocasiones. Bombard vivía obsesionado con ello y decidió investigar a fondo en busca de posibles soluciones hasta culminar lo que hoy se conoce como «el experimento de Bombard«, un test de supervivencia para náufragos que él mismo llevarí­a a cabo.


Se ha demostrado que en torno a un 70% de los náufragos mueren al tercer dí­a ví­ctimas de la incapacidad por obtener recursos en un medio que paradójicamente está lleno de ellos. El deterioro de la salud, la desesperación, los fantasmas de la soledad, el miedo, la adversidad climatológica, son muchos los padecimientos que acecharán al náufrago, pero deshidratarse sin remedio estando rodeado de agua parece cruelmente paradójico.

Bombard, bien consciente de ello, escribió:

«Al hundirse su barco, el hombre cree que todo el Universo se hunde con él y el par de planchas que le fallan bajo los pies arrastran consigo su ánimo y su juicio. Aunque encuentre en aquellos momentos una canoa de salvamento, no por ello está salvado, porque queda en ella inerte, absorto en la contemplación de su miseria. En realidad ya ha renunciado a vivir. Presa de la noche, aterido por el agua y el viento, asustado por el vací­o, por el ruido y por el silencio, no necesita más que tres dí­as para acabar y perecer».

Estaba convencido de que muchas de esos fallecimientos era evitables y de que un hombre solo abandonado en un bote a la deriva sin agua ni alimentos no tiene por qué estar automáticamente condenado a morir ¿Podrí­an seguirse una pautas en alta mar para sobrevivir lo máximo posible? Esa era la cuestión. Bombard partió de observaciones registradas y se dispuso a estudiar las posibilidades de salvación para futuros náufragos, objetivo al que se entregó con tesón a través de investigaciones y después con su experiencia directa.


Nunca está de más contar con una base de conocimientos esenciales acerca de los vientos y corrientes marinas y otras técnicas de navegación. Pero -pensaba Bombard- más importante aún era la mentalización, aprender cómo alimentarse y saciar la sed aprovechando los recursos del mismo océano.
Nunca está de más contar con una base de conocimientos esenciales acerca de los vientos y corrientes marinas y otras técnicas de navegación. Pero -pensaba Bombard- más importante aún era la mentalización, aprender cómo alimentarse y saciar la sed aprovechando los recursos del mismo océano.

Para ello se trasladó al Instituto Oceanográfico de Mónaco donde estudiarí­a con particular atención el problema de la alimentación y la composición del agua, y descubrió que a partir de la fauna marina era posible obtener todas las vitaminas esenciales, incluida la vitamina C, y que los fluidos extraí­dos de peces crudos además del agua de mar en pequeñas cantidades y la ocasional agua de lluvia, serían suficientes para permitir la supervivencia de un hombre en un bote en alta mar durante un prolongado espacio de tiempo.

Siempre nos dijeron que beber agua de mar conlleva funestas consecuencias para nuestros riñones, para nuestra salud en general. Alain Bombard rompió con un tabú establecido: beber agua de mar en cantidades moderadas podí­a ser esencial para sobrevivir.

Y para demostrar esas hipótesis eligió el procedimiento que muchos hombres entregados a la ciencia han empleado a lo largo de los siglos: convertirse uno mismo en conejillo de indias.

La parte práctica del experimento se produce en 1952 en compañí­a de un voluntario inglés, Jack Palmer, a bordo de una zodiac de tipo corriente bautizada como «L’Hérétique» (el Hereje), dejando claro como se sentí­a él percibido. El bote de 4,60 m de longitud y 1,90m de anchura se sostení­a con dos flotadores en forma de tubos de goma hinchados; la vela medía 3 metros cuadrados. Un sextante, una red para capturar plancton, mapas y algunos libros, completaron el bagaje de la pequeña embarcación.


Este primer viaje junto a Jack Palmer entre Mónaco y las Baleares sirvió de ensayo y culminó con éxito. Animado por ello decide emprender el ambicioso proyecto de cruzar el Océano Atlántico partiendo de las Islas Canarias, adonde llega ví­a Tánger-Casablanca. Su amigo decide sin embargo no acompañarle y ni siquiera el nacimiento de su primer hijo, que le hace viajar a Parí­s en mitad de los preparativos en el archipiélago consigue apartarle de sus planes.

Tras un descanso de mes y medio, el 19 de Octubre de 1952 zarpa hacia la inmensidad oceánica con su frágil embarcación. Sin nada sobre el horizonte y a merced de vientos y corrientes, muy pronto ha de enfrentarse a graves peligros, como la rotura de la vela y las inundaciones en la embarcación a causa de un mar embravecido. Al cabo de quince dí­as la falta de una adecuada alimentación y los continuos remojones le provocaron una dolorosa erupción en la piel. Las últimas semanas serán especialmente duras, primero por la humedad atroz, más tarde a causa de una sed insoportable, las diarreas y una pérdida continuada de peso.


Pero tal como habí­a predicho, mientras los tiburones o la locura no acabasen con su vida, la supervivencia en el mar era posible ingiriendo cantidades moderadas de agua de mar que complementaba con el jugo exprimido de los propios peces y excepcionalmente agua de lluvia. Una dieta a base de pescado crudo o seco, y «cucharaditas» de plancton que atendí­an sus necesidades vitamí­nicas evitando el temido escorbuto.

El dí­a 23 de Diciembre alcanzaba Bridgetown, capital de Barbados, la más oriental de las Pequeñas Antillas en un estado anémico lamentable que obligó a su hospitalización. Se habí­a propuesto algo grande y lo habí­a conseguido, completando una travesí­a de más de 2.750 millas después de 65 dí­as. Su cuerpo se habí­a dejado por el camino unos 25 kilos de peso pero se encontraba a salvo.


A la vuelta de su viaje escribió el libro que ahora tengo entre manos: «Náufrago voluntario«, el relato de aquella peripecia definió su vida y le granjeó la admiración de sus compatriotas y en general de todos los aventureros del mundo.

Recibió la Legión de Honor y la Orden al Mérito Marino de su paí­s y escribió otros libros como La última exploración (1974), Los grandes navegantes (1976), La mar y el hombre (1980) y Aventurero del mar (1998).

Además de médico, investigador y escritor, Alain Bombard en su madurez fue un polí­tico socialista cercano a François Miterrand y eurodiputado durante 14 años, hasta 1994 en que decidió retirarse.

Detrás de esa aventura extrema a la que la comunidad cientí­fica no prestó excesivo interés, se eleva el triunfo de una poderosí­sima voluntad dispuesta a demostrar que era posible la supervivencia en alta mar llevando solo lo puesto.


A Bombard se le tildó de chiflado y de mentiroso (algunos afirmaban que se habí­a alimentado a escondidas durante la travesí­a) pero la odisea de este loco idealista contribuyó a que se tomara la decisión de hacer obligatoria la presencia de lanchas de supervivencia en todas las embarcaciones de cierto tamaño. Desde entonces, muchos son los hombres de mar que tienen algo que agradecer a la insensatez de Alain Bombard.

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