Tichy, el arte fotográfico de un paria barbudo

Con cartón, latas usadas y paquetes de tabaco, entre otras cosas, el checo Miroslav Tichý fabricó cámaras fotográficas cuyas imágenes captadas acabarí­an expuestas con el paso del tiempo en museos y galerí­as de arte de Berlí­n, Zurich y Nueva York.

Nacido en 1926, la historia de este hombre extraño y excéntrico suena a ciencia ficción. Alumno de Bellas Artes en Praga, se entrega de lleno a la pintura hasta que ponen la vista en él las autoridades comunistas -cuyo régimen se implanta en Checoslovaquia en 1948-, y terminan por confinarlo en cárceles y hospitales psiquiátricos al ser considerado disidente, persona non grata en la uniformización social impuesta. Después de 15 años en instituciones de esta í­ndole lo dejan en paz con la prohibición expresa de pintar.

De regreso a Kyjov, su pueblo natal, Miroslav Tichy se instala en una infravivienda y lleva vida de ermitaño marginado, casi indigente. Es el momento en que se entrega a la fotografí­a en una aventura única y conmovedora. Excluido radicalmente de la sociedad en que vive, los métodos de trabajo empleados por Tichý poco tienen que ver con los convencionalismos artí­sticos: construye sus máquinas fotográficas con sus propias manos y con lentes y materiales que encontraba más a mano, como placas de metal, gomas, cartulinas, paquetes de tabaco, hilo …

El tema de su obra es obsesivo: únicamente mujeres, cuerpos femeninos captados en el quehacer diario, Tichý podí­a llegar a realizar hasta cien fotografí­as al dí­a, lo que él estableció como su “norma”. Y todas ellas en su pequeña ciudad natal, de la que cada vez estaba más excluido como habitante de la comunidad. Por ello, la inmensa mayorí­a de las veces permanecí­a oculto, colándose en los momentos í­ntimos de todas esas mujeres e ignorando la mayorí­a de los principios técnicos de la fotografí­a. Al caer la noche vuelve a su cuchitril y obtiene las fotos con material casero, rematando sus piezas con marcos también realizados por él. Con el tiempo los lugareños se acostumbraron a su presencia.

El resultado de las imágenes es artesanal y auténtico, pura poesí­a visual de difí­cil parangón. Su enfoque suave, los destellos manchados y mal impresos, una serie de estampas defectuosas ante las limitaciones de su equipo primitivo que incrementan sin embargo una deliberada «imperfección poética».

Hoy permanecerí­a olvidado de no ser por Roman Buxbaum, psiquiatra amigo de la familia de Tichy, quien desde niño permanecí­a fascinado por el tesoro encubierto que habí­a visto. Hace pocos años recopiló piezas y las paseó por galerí­as y exposiciones internacionales. Muy pronto las obras alcanzaron grandes cotizaciones pero en coherencia con la filosofí­a del artista mendigo, esto carece de importancia.

Ignorado y despreciado en su pueblo, cuando la gente le preguntaba con sorna si era pintor, fotógrafo o filósofo, él contestaba «¡Soy un Tarzán retirado!». Tal vez tras el reconocimiento artí­stico tardí­o Miroslav Tichy disfrute de unos últimos años de respeto en su cuna natal.

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Fuente: El Paí­s Semanal

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