Un caso de modestia patológica

Henry Cavendish (1731-1810), uno de los investigadores más sobresalientes de la fí­sica y la quí­mica, era de un comportamiento bien peculiar, incluso para un cientí­fico.

Hijo de Lord Charles Cavendish y nieto del duque de Devonshire, su madre Lady Anne Grey era hija del duque de Kent. A pesar de tan refinados antecedentes aristocráticos y de heredar una verdadera fortuna, apenas si gastaba un penique y su mayor costumbre era vivir recluido desde temprana edad.

Fue educado en la academia del reverendo Newcome y luego pasó por Peterhouse, Cambridge pero no llegó a graduarse: temblaba con la sola idea de enfrentarse a los exámenes orales y ello a pesar de disponer de una mentalidad erudita y brillante. No soportaba hablar con nadie; en caso de emergencia dirigí­a unas palabras a alguien pero nunca a más de una persona a la vez. Siempre permanecía en silencio.

Probablemente Cavendish pronunciara menos palabras en sus casi 80 años de vida que un monje trapense.

Necesariamente debí­a dar órdenes a sus sirvientes pero lo hací­a mediante notas escritas. Cada dí­a pedí­a la comida depositando una nota en la mesa del vestí­bulo. Cualquier sirvienta que se dejara ver era despedida en el acto. Su voz, aunque raramente escuchada, sonaba seca y aguda y le incomodaba sobremanera que le mirasen. A veces, sin embargo, se acercaba quedamente para escuchar lo que decí­an otros si pensaba que el asunto merecí­a la pena.

Mostraba indiferente frialdad a todo lo que no fueran cuestiones cientí­ficas. Nunca hizo alusiones a la polí­tica o a la religión y solía rechazar cualquier muestra de simpatí­a humana. Sentí­a terror a las mujeres.

Cavendish poseí­a una gran biblioteca y permití­a su utilización por parte de cientí­ficos conocidos, sin embargo estaba situada a 7 kilómetros de su casa y nunca iba si sabí­a que alguien estaba allí­. A pesar de ser los libros suyos, cuando sacaba alguno rellenaba escrupulosamente una ficha.

Le atrajeron múltiples disciplinas cientí­ficas y en todas descolló. En 1765 sus experimentos sobre el calor avanzaron tanto que, de haberse divulgado, hubieran impulsado extraordinariamente el progreso de la ciencia. Poco después investigó con la electricidad y sus descubrimientos anticiparon buena parte de lo que después encontrarí­an hombres como Faraday. Nada de esto se sabí­a hasta que James Clerk Maxwell (el fí­sico más grande de su época) leyó cien años después los cuadernos de Cavendish y ordenó su publicación inmediata.

También descubrió Cavendish un gas nuevo muy ligero e inflamable y estudió detalladamente sus propiedades. Afortunadamente, esta vez lo comunicó a la Royal Society. Veinte años después el quí­mico francés Lavoisier dio nombre al nuevo gas: hidrógeno.

Cavendish también demostró que, contrariamente a lo que se vení­a sosteniendo desde la antigüedad, el agua no era un elemento sino que estaba compuesta al menos de dos sustancias. Con ello las implicaciones para la quí­mica eran enormes, pero fue Lavoisier el que se llevó todo el mérito.

Otro logro sensacional de Cavendish fue pesar la Tierra. A partir de las enseñanzas de Newton y a través de un elaborado e ingenioso experimento propio concluyó que la masa de la Tierra era igual a 6.600.000.000.000.000.000.000 toneladas y su densidad 5,5 veces mayor que la del agua, así­ que debí­a existir materia pesada en el interior. Más tarde se revelarí­a que se trataba de hierro.

¿Se puede progresar tanto en el conocimiento viviendo tan retraí­do y al margen de los desarrollos cientí­ficos contemporáneos? Nuestro hombre es la respuesta.

Cavendish murió en 1810, habiendo ordenado a un lacayo que se mantuviera alejado hasta la noche. Estuvo agonizando todo el dí­a y su sirviente lo encontró en tan lastimoso estado que avisó rápidamente al médico. Cavendish le dijo al doctor: «Cualquier prolongación de la vida solamente prolonga sus miserias» y acto seguido falleció.

Dejó su fortuna intacta, más de 1.000.000 de libras, a su primo Lord George Cavendish, quien debió de pegarse no pocos homenajes a la salud del difunto.

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