¿Por qué callan los artistas?

No tengo en este momento ninguna intención de lanzarme a una especulación estética o a consideraciones abstractas y sesudas. Únicamente quiero, en este contexto caní­bal, llamar la atención sobre el fenómeno altamente preocupante del desmantelamiento cultural en España. Algo va mal y no hace falta leer a Tony Judt para cobrar conciencia de ello. La mezcla de la catástrofe financiera global con la impotencia de los polí­ticos para plantear soluciones que no sean el definitivo desmantelamiento del así­ llamado «estado del bienestar» están propiciando una estrategia de acoso y derribo a todo aquello que se considera «superfluo».

Con la excusa de que «estamos en momentos difí­ciles» se han realizado recortes increí­bles en los de suyo mí­nimos presupuestos dedicados a educación y cultura.

Es lógico que gobernantes extraordinariamente incultos e incluso catalogables en el lí­mite mí­nimo de la alfabetización consideren que no es prioritario realizar exposiciones de arte contemporáneo, promover la danza actual o financiar investigaciones universitarias en temas que no sean «de utilidad general».

Es sobradamente conocido el desprecio y la ignorancia manifiesta de la clase polí­tica española que solamente ha utilizado a los «culturetas de turno cuando ha necesitado hacerse una foto propagandí­stica. Ni siquiera el mí­tico «club de la ceja» podrá, a estas alturas, estar satisfecho con la gestión del naufragio.

Hay multitud de datos que me atrevo a calificar de macabros, signos de que, como suele decirse, el grifo se ha cerrado. En realidad, nunca salió del pozo otra cosa que un par de cubos.

Como apuntara Adorno hace más de cinco décadas, el poder hace gestos ceremoniales impresionantes para entregar los presupuestos de la cultura como si fuera auténticamente limosna. España vivió, desde los años noventa, un fenómeno delirante y vertiginoso de inauguración compulsiva de museos, auditorios y centros de arte, los equivalentes de los pantanos franquistas aunque sancionados por el «espí­ritu democrático». Poco importó que la clave del asunto no fuera otra que la precipitación, el oportunismo electoral y que, en el fondo, no hubiera apenas proyectos y tampoco ninguna voluntad de mantener los establecimientos más que como «pirámides» vací­as.

Basta recordar el fenómeno paradigmático del Museo Extremeño e Iberoamericano de Arte Contemporáneo que puso en marcha Rodrí­guez Ibarra justo antes de unas elecciones autonómicas que fueron las primeras en las que casi pierde la mayorí­a absoluta.

A partir de ese traspiés la cárcel convertida en Museo, en un guiño inconscientemente foucaultiano, quedó a la deriva, sin apenas presupuesto, entregada a la precariedad más patética.

¿Cómo se puede estar más una década en ese plan? ¿Es lógico que los ciudadanos tengan que ver como las instituciones culturales que se han financiado con sus impuestos no sean otra cosa que un lugar en el que la vida es «vegetativa», donde únicamente hay presupuesto para mantener inercialmente a los que trabajan ahí­?

Hemos recibido noticias de que, por ejemplo, el Museo Barjola de Gijón no tendrá ni un euro, así­ como lo digo, de presupuesto para el año 2011. Mientras los prohombres asturianos se gastan millones de euros en el Centro proyectado por Niemayer en Avilés (un espacio dedicado a los premios Prí­ncipe de Asturias que no sabe que misión cumplirá salvo la de ser parte de la pirotécnica habitual de la «sociedad del espectáculo» y se mantiene el dislate de Laboral (una historia absolutamente descontextualizada que estaba destinada a no aportar otra cosa que «glamour» y pseudo-contemporaneidad), resulta que hay que enterrar el proyecto de exposiciones que se hací­an, modestamente pero con rigor, en el Barjola.

Bastarí­a haber sido un poco sensatos y haber «recortado», si tal cosa es inevitable, a los macro-centros megalómanos mencionados para evitar lo que es, con todas las letras, un atentado artí­stico-cultural.

El CGAC y el IVAM han visto como sus respectivos presupuestos quedan en «chocolate del loro» y por tanto, ni podrán mantener una mí­nima estrategia de colección ni plantear proyectos ambiciosos a la altura, por lo menos, de su historia reciente.

No necesito seguir con una lista cartográfica de la angustiosa situación en que se ha puesto a los museos en España, ni tampoco detenerme a mostrar como eso mismo sucede en la danza, el teatro, la música y, lo que es peor, la enseñanza universitaria.

¿Era necesario masacrar a la cultura para «salvar la economí­a del paí­s»? ¿Se puede apostar por algo mejor en el futuro inmediato cercenando los proyectos creativos, enterrando la frágil economí­a de la cultura, convirtiendo la gestión en miseria para todos? ¿Por qué se ha realizado todo ese hiper-burocratizado proceso de «adaptación» a Bolonia sin invertir ni un euro, convirtiendo la educación superior en un redil penoso para una juventud abocada al más siniestro de los horizontes?

Tiene razón Loretta Napoleoni cuando analiza lo que denomina la «Economí­a canalla» como la nueva realidad del capitalismo.

Resumiendo el asunto, podemos indicar que en los últimos años el único afán ha sido el de maximizar los beneficios de una serie de grupos financieros de gran poder mientras el poder polí­tico ha tomado la drástica decisión de abandonar todas las obligaciones de protección social.

Estamos, no quiero ser apocalí­ptico pero tampoco un ingenuo entontecido, retrocediendo a una época de «esclavización».

Hoy, en un programa de alaridos administrados donde se juzga cualquier cosa, he escuchado a una «empresaria» que habí­a decidido pagar únicamente el 40% del salario a sus trabajadores; un espectador ha recriminado a la demandante porque, según él, en esta situación tan grave lo que hay que hacer es arrimar el hombro y además «hay miles de personas que están dispuestas a trabajar aunque sea cobrando menos que lo que vosotros recibí­s».

Tiene cojones la cosa: resulta que hemos interiorizado la ilegalidad de la época de forma tal que estamos dispuestos a aceptar de buen grado la injusticia e incluso amar la cadenas.

¿Cuál, me planteo ahora, es la razón para que en una situación tan abismal como la que vive la cultura española no se estén escuchando apenas voces crí­ticas? ¿Por qué los directores, apoltronados en sus despachos, legitimados por la cantinela de «las buenas prácticas», no hacen otra cosa que silbar en el vací­o? ¿Qué apatí­a colectiva ha llevado a que los artistas, los curadores, los crí­ticos de arte, los gestores, los galeristas y todos aquellos (muchí­simos aunque bastantes de ellos poco visibles) implicados en el arte de nuestro tiempo, «recortadora» que quien calla otorga.

Silencio cómplice o miedo para-funcionarial, conciencia desencantada o impotencia crí­tica. Lo que tengo claro es que de nada sirve seguir callados, aceptando la demolición de la cultura o incluso poner de cara de póquer ante la previsible privatización de la educación en todos los niveles.

No pretendo hacer una proclama anarquista pero habrí­a sido más lógico que cerraran definitivamente todos esos museos y centros que con tanta ansiedad descerebrada inauguraron en vez de mantener la puerta abierta para que el público asista a un entierro alegórico.

Hay signos de rigor mortis cultural. La partitocracia corrupta exige que nos apretemos el cinturón y que aceptemos la pérdida de derechos laborales históricos. Tendremos que jubilarnos mucho más tarde y, tampoco necesito jugar el papel de agorero, puede ser saludable que nadie cobre pensión ni paro, no sea que los bancos pierdan los beneficios que reclaman como fieles guardianes del (des)orden global.

La canallada del turbo-capitalismo nos ha afectado a todos, como una locura (a la griega) que llegó sin que nadie la esperara. Tení­amos bastante con el totemismo del ladrillo y el cuento de la lechera de las hipotecas podridas. La cultura no era otra cosa que un barniz espeso o una crema pastelera, un sitio en el que dar abrazos, sonreí­r estúpidamente y dar un discurso inaugural de lo más plúmbeo.

Ahora hay que tomar «medidas ejemplares» aunque eso suponga entrar en el estado catatónico. Lo peor de todo, insisto, es que en este proceso de acoso y derribo los damnificados, que somos todos, nos jodemos y nos callamos.

* * *

Post scriptum

Noticia de última hora:

«El consejo de ministros, antes de empapuzarse con mazapán, ha aprobado la concesión de dos millones de euros más para la cúpula de Barceló. Los famosos brotes verdes son para los amiguetes. La ley del embudo o ¿Crisis what crisis?»

Fuente:  http://salonkritik.net/10-11/2010/12/sociedad_estatal_de_demolicion.php

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