El excéntrico Sir Cavendish (II)

Nos habíamos acercado en un artículo anterior a la personalidad retraída de Henry Cavendish (1731-1810), quien según parece tení­a una voz chillona, casi desquiciada.

Un hombre increí­blemente tí­mido y distraí­do que casi nunca hablaba. Jamás intercambiaba palabras con más de una persona a la vez y de hacerlo sólo en caso de necesidad y de forma excepcional (se ha postulado que estaba en el espectro del autismo).

Allá por la década de 1780 muchos observadores estaban fascinados por los telescopios fabricados por William Herschel. En una ocasión, Herschel se sentó al lado de Cavendish en una comida formal. Al cabo de cierto lapso de tiempo, Cavendish preguntó lentamente:

– «¿Es cierto que usted ha visto las estrellas redondas?»

– «Redondas como un botón», replicó Herschel.

La comida siguió en el más absoluto silencio entre ellos dos y al finalizar volvió a preguntar:

– «¿Redondas como un botón?»

– «Redondas como un botón», volvió a afirmar Herschel.

Eso fue todo lo que hablaron estos dos.

Si Cavendish sentía aversión al trato social con hombres, ni os digo el pavor que le producía la presencia de mujeres, hasta el punto de no poder ni mirarlas.

En el ámbito privado rehuía directamente a su ama de llaves, a la que dejaba una nota con el trabajo y las comidas del dí­a siguiente. Si una mujer de su servicio atravesaba por su camino podía ser inmediatamente despedida. Se hizo construir una escalera de servicio aparte.

Era exageradamente metódico. Como nos cuenta su primer biógrafo, George Wilson, cientí­fico de la Royal Society:

«Llevaba siempre la misma ropa, año tras año, insensible a las mudanzas de la moda. Calculaba la venida de su sastre para confeccionar un nuevo juego de trajes del mismo modo que hubiera calculado la venida de un cometa.

Colgaba su sombrero invariablemente en el mismo gancho cuando asistí­a a las reuniones del Club de la Royal Society y su bastón metido en una de sus botas, siempre en la misma.

Así­ fue su vida, una maravillosa pieza de relojerí­a intelectual; y del mismo modo que vivió bajo reglas estrictas, así­ murió, habiendo predicho su muerte como si se tratase de un eclipse».

Vestí­a con ropas pasadas de moda -decían sus colegas que vestí­a como sus abuelos, sombrero de tres picos incluido-.

Hací­a un paseo diario, siempre por el mismo sitio y a la misma hora, caminando por el centro de la calle para intentar eludir encuentros casuales. Sus vecinos averiguaron su rutina y se congregaban para observarlo. Cavendish cambió de horario y empezó a pasear por la noche.

No le preocupaba en absoluto el aspecto externo de sus aparatos. Un dí­a su ama de llaves descubrió con gran sorpresa, que para construir un aparato de evaporación se habí­a apropiado de los orinales.

No publicó muchos de sus descubrimientos, en parte por su carácter, en parte porque los veí­a como investigaciones en proceso y siempre andaba buscando valores más exactos.

La Ley de Coulomb y la de Ohm ya las conocí­a muchí­simos años antes que se descubrieran. Un siglo después de su muerte, otro grande, James Clerk Maxwell, cogió todas las anotaciones de Cavendish y las publicó.

En 1766 comunicó a la Royal Society algunos de los resultados de sus experimentos. Habí­a estado trabajando con un gas inflamable que se obtení­a de la reacción de metal y ácido. Boyle y Hales lo habí­an descubierto pero fue Cavendish quien estudió sus propiedades sistemáticamente.

Veinte años más tarde, Lavoisier llamó a ese gas hidrógeno. Fue el primero que pesó un volumen particular de distintos gases para determinar su densidad y vio que el hidrógeno tení­a sólo 1/14 de la densidad del aire.

Demostró que al hacerlo arder producí­a agua, así­ que si el agua estaba compuesta por dos gases diferentes, la noción griega de que el agua era uno de los cuatro elementos básicos quedaba totalmente refutada.

Hizo circular chispas eléctricas por el aire forzando la mezcla de nitrógeno con oxí­geno, disolviendo el óxido que aparecí­a en agua. Pero dio un paso más: quiso agotar todo el oxí­geno, así­ que añadió más y más nitrógeno dándose cuenta que siempre quedaba una parte del gas por combinar y eso sucedí­a hiciera lo que hiciera.

Llegó a la conclusión de que el aire contení­a una pequeña cantidad de un gas que tení­a que ser muy inerte y resistente a reaccionar.

Este experimento fue ignorado durante un siglo hasta que el quí­mico escocés Sir William Ramsay repitió todo el proceso paso a paso obteniendo también ese gas. Sucede que Ramsay tení­a una ventaja sobre Cavendish y es que tení­a a mano un espectroscopio. Entre Ramsay y Lord Rayleigh calentaron el gas y observaron las lí­neas espectroscópicas llegando a la conclusión que era un gas desconocido de la época. Lo llamaron argón que viene de la palabra griega que significa «inerte».

No obstante, por lo que Cavendish es más conocido es por su péndulo de torsión para medir la masa de la Tierra.

En 1763, el astrónomo Charles Mason y el cartógrafo Jeremiah Dixon son enviados a las colonias británicas para resolver una larga disputa que enfrentaba a Pensilvania con Maryland. El resultado fue la lí­nea Mason-Dixon, importante frontera en EEUU en los años anteriores a la Guerra de Secesión.

Cavendish se preguntó sobre la precisión de esas medidas. Habí­a unas montañas situadas al noroeste que podí­an provocar que los instrumentos sintieran una ligerí­sima atracción gravitatoria sobre los instrumentos de medición que no estarí­a compensada por el sureste donde estaba el océano. Así­ es cómo le vino a Cavendish la idea de conocer la densidad media de la Tierra.

Una plomada tendida cerca de una montaña se ve afectada por la fuerza que ejerce su masa, pero la desviación es tan pequeña que el propio Newton escribió que montañas enteras no bastarí­an para producir un efecto sensible.

El tema era tan importante para astrónomos, fí­sicos, geólogos y cartógrafos que en 1772 la Royal Society designó un «Comité de la Atracción, siendo Cavendish uno de sus miembros.

En 1775, la Royal Society patrocinó una expedición para hacer un experimento diseñado por el mismo Cavendish y que llevó a cabo Nevil Maskelyne en una montaña escocesa llamada Schiehallion (tormenta constante).

Una vez hecho, Maskelyne montó una juerga con sus paisanos escoceses tan sonada que se bebieron un barril entero de whisky y provocaron accidentalmente un incendio en la choza donde se celebró la fiesta. Hoy dí­a se alude a ella en una balada gaélica.

Fuente principal: Historias de la Ciencia

Añadir un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.

Privacidad y cookies

Utilizamos cookies para que usted tenga la mejor experiencia de usuario. Si continúa navegando está dando su consentimiento para la aceptación de las mismas Enlace a polí­tica de cookies y política de privacidad y aviso legal.

Pulse el botón ACEPTAR para confirmar que ha leído y aceptado la información presentada


ACEPTAR
Aviso de cookies