Ricardo Molina, voz que canta serena

Poeta y flamencólogo, Ricardo Molina Tenor nació en Puente Genil (Córdoba) en 1917 y murió en 1968 en Córdoba, ciudad donde siempre vivió, entre la docencia, la creación literaria y el afán de indagar las raí­ces de la tierra a la que tanto amó.

De su amistad con el poeta Pablo Garcí­a Baena nacerí­a la idea de crear el grupo y la revista Cántico junto a otros poetas como Juan Bernier, Julio Aumente, Vicente Núñez y Mario López amén de los pintores Miguel del Moral y Ginés Liébana. Todos ellos se reuní­an para hablar de poesí­a en torno a una copa de vino.

«Poco del mundo he visto. Córdoba, Andalucí­a… Eso es todo. Aquí­ nace y muere mi canción».

Ricardo, con su gran personalidad, pronto se convertirí­a en el alma de la revista cuyo primer número, con total escasez de medios y ausencia de apoyo oficial, apareció en 1947.

En una ciudad de provincias apartada de corrientes culturales y presumiblemente bajo el ambiente cerrado y mortecino propio de la postguerra española, «Cántico» fue una bendita extravagancia de gran valor para la literatura española gracias a la estética brillante y fresca de este grupo de hombres con vocación universal, seguidores de la Generación del 27 (revitalizaron por ejemplo a un grande como Luis Cernuda, que viví­a exiliado en el olvido de México).

Azulejo conmemorativo en la calle Lineros de Córdoba

La revista Cántico tuvo dos épocas: entre 1947 y 1949 y entre 1954 y 1957, una trayectoria efí­mera como la de tantas publicaciones avanzadas, lo que no impidió que en ella vieran publicados sus versos poetas catalanes, gallegos, ingleses, franceses e italianos.

Gran parte de la producción poética de Ricardo Molina quedó inédita al morir, aunque después ha venido publicándose completa y, afortunadamente, ya es frecuente encontrar algunos de sus poemas en las antologí­as de poesí­a española del siglo XX. Existen en la actualidad varias tesis doctorales y numerosos estudios sobre su figura.

Su amplio legado de libros, manuscritos y cartas (correspondencia con Jorge Guillén, Dámaso Alonso, Luis Cernuda, Vicente Aleixandre, Gerardo Diego y Caballero Bonald) permanece en la casa ibicenca de Flora Molina, la mayor de sus sobrinas, quien ha preservado con mimo todo ese material.

Flora, que conoció a su tí­o en la infancia, lo recuerda como hombre serio, trabajador y dotado de fina ironí­a: «nunca sabí­as si hablaba en serio o en broma».

La poesí­a de Ricardo Molina es un manantial de emoción y de armónica belleza. Sus versos ofrecen sensualidad y vitalismo, reflexión y observación. Aquí­ dejo unos ejemplos de este poeta profundo y sutil, sensible siempre a la naturaleza y al amor.

Nocturno romántico

Las torres quedarán y yo me iré.
Me iré, me iré con la sombra y la luna.
No me preguntes, amor mí­o, por qué.
Yo no he de dar contestación ninguna.

Mi fuego se helarí­a en el rocí­o,
mi voz en el silencio interminable.
Por eso, no preguntes, amor mí­o.
Jamás esperes que suspire o hable.

Se quedarán las calles con sus nombres,
de la Rosa, del Sol, de los Arqueros.
Se quedarán las cosas y los hombres
y el otoño de parques plañideros.

Y yo me iré cuando la Aurora ciña
con cinturón rosado a las doncellas,
cuando la alondra despierte la viña
y los gallos ahuyenten las estrellas.

Me iré, me iré cuando el mundo, amor mí­o,
sea como un naví­o empavesado,
cuando el pájaro vierta en dulce pí­o
verdor de primavera sobre el prado.

Y tú preguntarás a los espejos
y ellos no acertarán a responderte,
y yo estaré muy lejos ya, tan lejos,
que habré cruzado el muro de la muerte.

Y de la Vida la impasible fiesta
ay, seguirá girando alrededor
de tu vana pregunta sin respuesta,
oh dulce y vano amor.

Nombre y olvido

Lo que nadie recuerda, ¿ha muerto? Acaso vive
recogido en sí­ mismo la vida más perfecta.
Fuera del tiempo lo llevó el olvido.
Ayer, hoy ni mañana huellan su ser y eterno
vive en fiel estación de melancolí­a.

Un nombre, a veces, como rama de olivo
en el pico cruel del pájaro del tiempo
sobre las quietas aguas es llevado.
Un soplo testimonia al huir de los labios
que la rosa y el hombre vivieron otros dí­as.

Luego el nombre se olvida y la tierra recoge
la tierra, el aire vuelve al seno del espacio;
la fuente vierte, pura, su concha en el Océano
y la palabra como perla silenciosa
se duerme para siempre en el fondo del mal.

Amaneceres, mediodí­as, tardes,
noches, amaneceres, mediodí­as,
la ronda plateada
la rueda inexorable, la distancia,
ayer y hoy confunden sin sentido.

Lo futuro es un ocio. El corazón tan torpe
en lo que aún no existe se desborda y espera,
pero lo que ha vivido es lo único que vive.
Recogido en sí­ mismo se besa en su solsticio.

Psalmo XXXVIII

Los desencantos

¿Por qué nos diste el don de admirar la belleza
y corazón ardiente para amarla?

¿Por qué en la negra noche del deseo sembraste
constelación de ávidos sentidos?

¿Por qué nos diste ojos para ver este mundo,
y oí­do para escuchar su voz dulcí­sima?

¿Por qué nos diste brazos para asir la hermosura,
ese humo engañoso que el sol dora?

¿Por qué nos diste el cielo confuso del recuerdo
donde arden imágenes, tal nubes,
cubriendo nuestras almas de sombras y crepúsculos?

Ah, ¿por qué consentiste el loco amor siempre muriendo
y renaciendo siempre de sus propias cenizas
como fénix que enciende en su ocaso su aurora?

¿Por qué siempre gozar o sufrir dí­a y noche,
llama y ceniza inútil la vida de los hombres?

¿Por qué herir, perseguir, vencer y ser vencido
bajo el signo fatal de la ambición?

¿Qué fruto puede dar el hombre que se quema
en el fuego fugaz que, ciego, adora?


Visitación

Esta es mi vida tal como la soñé en otro tiempo:
un largo muro de barro perfumado y rojizo
que rodea un espeso jardí­n,
árboles cuyas ramas se besan en el agua,
pavos reales en la penumbra de las magnolias,
y sol, y lluvia, y luna, y viento, y sombra,
y una alegrí­a profunda como cicuta,
extraña, como eléboro,
y mis labios abrasadoramente aspirando las flores
igual que aves de pétalos o pestañas de grácil durmiente.

Mira, toca mi corazón ahogado bajo rosas salvajes.
Ni yo mismo llegué hasta su centro misterioso
por miedo a extraviarme
y no saber volver al claro cielo desde el cual, cruel vigí­a,
diviso el odio, el gesto cruel, la torpe ley,
la ironí­a...

Pero tú penetraste hasta lo impenetrable
como sonido puro de una flor destrozada
y allí­ te confundiste al velado silencio
recogido en sí­ mismo como un agua de siglos
a fin de que el jardí­n secreto y como ausente
jamás se delatara por la luna o el pájaro.

Entonces yo no supe que lo habitabas tú,
¡ay!, como los espejos siempre solos que ignoran
las figuras que habitan su corazón voluble
y en los que las miradas se confunden y mueren,
los labios huellan frí­os su pasión desasida,
el ciego Amor es luz donde todo florece,
lo de fuera está dentro y el interior se extiende
en torno hasta el confí­n último del deseo.

Ámame sólo

Ámame sólo como amarías al viento
cuando pasa en un largo suspiro hacia las nubes;
Ámame sólo como amarías al viento
que nada sabe del alma de las rosas,
ni de los seres inmóviles del mundo,
como al viento que pasa entre el cielo y la tierra
hablando de su vida con rumor fugitivo;
ámame como al viento ajeno a la existencia
quieta que se abre en flores,
ajeno a la terrestre
fidelidad de las cosas inmóviles,
como al viento cuya esencia es, ir sin rumbo,
como al viento en quien pena y goce se confunden,
ámame como al viento tembloroso y errante.

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