El lugar más frí­o del mundo

Los habitantes de Oymyakon, en la república rusa de Yakutia, nacen, crecen, se reproducen, sueñan y mueren prácticamente congelados. Su localidad batió récord en 1926: -71,2 grados. Hagamos una breve visita a tan sorprendente lugar.

Cuando los pescadores de Oymyakon, en Rusia, extraen un pez de las aguas cubiertas de hielo, bastan 30 segundos para que esté congelado: tieso como una tabla. Aquí­ la leche no sabe de estado lí­quido: sólo se vende en bloques helados de color mármol. A partir de 52 grados bajo cero dan dí­a libre en la escuela, y el gran acontecimiento del año es el Festival del Polo de Frí­o. Entonces, Dschis Chan, el señor del invierno yakuto, encarnado por el profesor de gimnasia de la localidad, invita a sus colegas Padrecito Invierno de Moscú y Santa Claus de Finlandia a comer filetes de reno y a ponerse ciegos de vodka. La última vez, Santa Claus casi echa a perder la fiesta porque se bebió nada menos que 10 botellas en 48 horas para combatir el frí­o.

Oymyakon es el polo helado de la Tierra; en 1926 alcanzó la temperatura más baja registrada jamás en territorio habitado: 71,2 grados bajo cero. La localidad está situada en el noreste de Rusia, en una meseta a 750 metros sobre el nivel del mar, donde el invierno dura como mí­nimo nueve meses.

Pues bien, para alcanzar este lugar irreal aguantamos (es noviembre) a 34 grados bajo cero en el aeropuerto de Jakutsk, esperando a que por fin se abra la puerta del avión, que se ha congelado por completo.

A bordo del aparato de hélice, con cortinas azul claro en las ventanillas, los pasajeros llevan botas de piel de reno. La azafata reparte periódicos. Y en ellos se lee que, en algún lugar de las montañas, un criador de renos resultó gravemente herido al caer del caballo y tuvo que esperar semanas a que acudieran en su ayuda, así­ que en el í­nterin se amputó él mismo los dedos de los pies helados con un cuchillo de monte y logró sobrevivir. La foto muestra a un nativo tí­pico, menudo y vigoroso, de cara pálida, mejillas redondas, nariz chata y ojos que asoman por unas ranuras diminutas.

Dos horas y media después aterrizamos en Ust-Nera, nido de buscadores de oro, donde la temperatura alcanza los 42 grados bajo cero. Son poco más de las tres de la tarde y el sol ya se pone por el horizonte.

Proseguimos viaje en un microbús con cristales dobles, fijados con cinta adhesiva, que impiden que se forme una gruesa capa de hielo en el interior. Cuando Vladí­mir Putin visitó la región, el gobierno local avisó de que no se les ocurriera mandar por avión un Mercedes oficial sin doble acristalamiento. El Kremlin ignoró la recomendación y el coche del presidente no pasó de la primera valla publicitaria, justo detrás del aeropuerto.

Kolya, nuestro chófer, tiene una fina barba a lo Gengis Jan. Tras cuatro horas salvando baches y rí­os helados, nos anuncia: «A partir de aquí­ se acabó la carretera en buen estado».

Seguimos por la autopista de Kolyma, la ví­a que Stalin hizo construir utilizando presos como mano de obra para poder explotar las riquezas naturales de Yakutia, sobre todo el oro. Cada 30 kilómetros habí­a un gulag. La mayorí­a de los presos morí­a al cabo de tres meses. Se les enterraba bajo la calzada. Y punto. «Aquí­ yace un muerto cada cuatro metros», nos explica Kolya. Por eso la autopista de Kolyma también se llama «carretera de los huesos».

Llegamos a Oymyakon hacia las tres de la madrugada, a 51 grados bajo cero. Por debajo de menos 45 grados, la gasolina se congela, y por eso Kolya nunca apaga el motor de nuestro autobús.

El frí­o quema como si uno se hubiera embadurnado la cara con una pomada para activar la circulación; la primera bocanada de aire casi revienta los pulmones, y al cabo de medio minuto la nariz está entumecida. Kolya nos asegura que eso no es nada:

«A partir de los 64 grados bajo cero, uno puede oí­r cómo se hiela el aliento, siente cada hueso del cuerpo como si estuviera congelado y los escupitajos aterrizan en el suelo en estado sólido».

A semejante temperatura no hay prenda en el mundo que pueda mantenerle a uno caliente más de 15 minutos. Oymyakon debe su clima extremo a las cadenas montañosas que la rodean, y que impiden que escapen las pesadas masas de aire frí­o que cubren el valle como si fueran de plomo. Aquí­ impera una calma chicha todo el año. Eso hace que el frí­o sea relativamente soportable y permite que la temperatura alcance en verano los 35 grados.

Una vez que ha amanecido, tampoco se ve gente por la calle; las columnas de humo se elevan derechas como una vela por encima de las casas sobre un cielo sin nubes, y las antenas parabólicas permiten adivinar a qué se dedica la mayorí­a de sus moradores. La localidad cuenta con 2.300 habitantes; la mayor parte vive como hace cien años, televisión aparte. En lugar de cuartos de baño, levantan en el jardí­n unas barracas de madera sin calefacción, y bloques de hielo ante la puerta sustituyen el agua corriente.

Hay un par de teléfonos privados, y sólo tienen radio los que pueden permití­rselo. «El más mí­sero de los trabajos es el de criador de caballos», comenta Fiodor. Él es uno de ellos. Con el cuerpo oculto bajo varias capas de pantalones y chaquetas y con una gigantesca gorra de piel de zorro en la cabeza, está ahí­ plantado en un prado en las afueras, con pinta entre yeti y astronauta. Los criadores, explica, se pasan el dí­a al aire libre porque los famosos caballos salvajes yakutos, que se sienten especialmente a gusto en esta estepa, desprecian cualquier tipo de establo. Devoran nieve y la hierba bajo ella.

A pesar de que estos animales tienen una pinta inofensiva, con sus patas cortas y su pellejo hirsuto, lo cierto es que sólo se dejan domesticar a regañadientes. Al intentar juntar la manada, Fiodor es derribado por su semental en dos ocasiones. Patalea tumbado boca arriba, sin poder ponerse en pie, envuelto en sus gruesos ropajes.

Los caballos salvajes de Oymyakon se han utilizado incluso en expediciones al Polo por su resistencia. Fiodor prefiere sacrificarlos porque su carne grasienta está repleta de vitaminas y se considera una exquisitez.

La mayorí­a de los habitantes de Oymyakon vive de la caza de martas y liebres, o bien crí­an vacas y renos. La única industria es una pequeña fá­brica de leche que deja de funcionar en octubre. El invierno es demasiado frí­o para las vacas, así­ que no dan leche y los campesinos cubren las ubres de los animales con sacos de piel para que no se enfrí­en. De todos modos, la leche no se echa a perder: se conserva congelada en los sótanos, a un metro bajo tierra, donde reina una temperatura constante entre 10 y 15 grados todo el año.

Los suelos de Yakutia sólo se deshielan superficialmente de junio a agosto y quedan cubiertos por una capa de fango que hace prácticamente imposible instalar ví­as de ferrocarril. Los edificios de cemento de gran tamaño han de construirse sobre pilotes, que se hincan en la tierra a varios metros de profundidad para que no se hundan. Pero en Oymyakon no hay otra cosa que cabañas de madera.

El suelo es extraordinariamente fértil, y en verano, la naturaleza literalmente estalla. Pero el lodo alberga también millones de larvas de mosquitos.

En la era soviética, el valle era famoso porque en él viví­an algunos de los hombres más ancianos del paí­s. El mayor era Fiodor Arnosov, un cazador que murió en 1967 a los 109 años. El doctor Innokenti Novgorodov, que trabaja en la pequeña policlí­nica, nos cuenta que antes sólo sobreviví­an los niños más fuertes y sanos. La tasa de mortalidad infantil era enorme, y las mujeres traí­an al mundo hasta 18 hijos. Además, la gente no bebí­a alcohol porque no habí­a ningún supermercado que vendiera vodka, y tampoco se pasaba la vida sentada delante del televisor.

El doctor Novgorodov lleva unas gruesas botas de fieltro bajo la bata blanca, los dedos le tiemblan un poco. Tiene 71 años. La asistente sanitaria que trabaja con él tiene 72. El partido le destinó a Oymyakon hace décadas, rememora sin pesar; pero hoy dí­a la cosa ya no funciona así, y por eso resulta difí­cil encontrar a quien les reemplace. Por otro lado, uno no puede hacer nada por los pacientes. El pequeño hospital de paredes azul claro resplandece de puro limpio, pero faltan medicamentos, sobre todo antibióticos, y no hay ni sala de operaciones, ni un aparato de rayos X. Las 11 camas están ocupadas en su mayorí­a por enfermos de cáncer a los que no pueden -o no quieren- ayudar en ningún otro sitio.

Novgorodov nos cuenta que hace poco encargó que llevaran en microbús a Ust-Nera a una mujer de 37 años con cáncer de hí­gado; una vez allí­, los médicos decidieron que habí­a que enviarla al hospital central de Jakutsk. Pero en lugar de subirla a un avión, la mandaron de vuelta a Oymyakon. De allí­ salió de nuevo el microbús rumbo a Jakutsk siguiendo la ruta directa, un viaje de 35 horas. La mujer murió en el camino. Novgorodov se encoge de hombros. En la vasta Siberia, una vida no cuenta demasiado.

Yakutia es la república rusa más grande en lo que a superficie se refiere: tres millones de kilómetros cuadrados, unas seis veces España. Además es una de las regiones más ricas de la Tierra: posee reservas de platino, plata, uranio, minerales con contenido metálico, carbón, petróleo, gas… El 40% del oro ruso se extrae de Yakutia, así­ como uno de cada cinco diamantes del planeta. Pero sus 950.000 habitantes (densidad: 0,31) viven apenas por encima del mí­nimo de subsistencia; toda la riqueza va a parar a Moscú.

Los yakutos son un pueblo turco que ha seguido hablando su propio idioma hasta nuestros dí­as. Colonizaron Siberia en el siglo XIV desde el Baikal, pero luego los rusos los fueron desplazando a regiones cada vez más septentrionales. Así­ es como llegaron a Oymyakon en 1640.

El valle parecí­a ideal para establecerse, puesto que el rí­o Indigirka no llega a congelarse ni con las más duras heladas debido a la gran velocidad a que circulan sus aguas. En la II Guerra Mundial, Oymyakon cobró importancia estratégica, pues repostaban los bombarderos estadounidenses que atacaban Alemania por el este. Pero una vez concluida la era soviética, el aeródromo quedó abandonado y fue convirtiéndose en una ruina.

El subteniente Smirnov nos recibe en el negociado de la milicia, sentado bajo un retrato al óleo de Iósif Stalin. Smirnov es uno de los tres policí­as de la localidad; nació aquí­ hace 32 años. «Oymyakon le debe mucho a Stalin», comenta. Sin él no habrí­a existido la autopista de Kolyma, y probablemente la localidad habrí­a permanecido aislada del mundo exterior hasta hoy. Muchos piensan igual, a pesar de haber perdido parientes en los gulags.

La porra de Smirnov se balancea colgada en el ropero. No consigue recordar cuándo la utilizó por última vez. Aquí­ la mayorí­a de los delitos están vinculados al alcohol; cada pocos años se comete un homicidio. Pero las vecinas dan bastante que hacer: se denuncian constantemente; por ejemplo, porque la vaca de una se ha zampado la ropa tendida de la otra. Gracias a Dios, rara vez hay accidentes. Hace no mucho, un agricultor se cayó en la carretera y no vio un rebaño de renos que se aproximaba. Le arrollaron.

Como ocurre por doquier en la provincia rusa, aquí­ también se escucha a menudo la frase «en la Unión Soviética viví­amos mejor». De hecho, habí­a vuelos en helicóptero a Jakutsk dos veces por semana e incluso un cine. Nadie sentí­a la tentación de marcharse lejos porque se intuí­a que en cualquier otro sitio las cosas tampoco eran mucho mejores. Pero ahora todo el mundo ve por televisión cómo se vive de Moscú a Malibú, y se da cuenta de que Oymyakon no sólo es la provincia, sino el verdadero fin del mundo.

La escuela no ha tenido nunca calefacción en condiciones hasta el año pasado, los niños daban clase con el abrigo puesto. Son 300; hacia finales de la era soviética sumaban aún 400. Los jóvenes sueñan con tener un café, móviles, un cibercafé o que la discoteca de la escuela vuelva a funcionar. Pero, desgraciadamente, el equipo estéreo lleva años estropeado. Al menos, la Casa de la Cultura organiza veladas de baile una vez por semana con música de Boney M o, como este mismo sábado, un concierto de guimbardas con concurso de canto incluido.

La sala sin ventanas está abarrotada. Bajo los abrigos de piel se asoman minifaldas y alguna que otra camiseta que deja el ombligo al aire. Las botas de reno han sido sustituidas por tacones altos. Los hombres llevan corbata. Los jóvenes rebosan optimismo, todos planean hacer carrera como abogados, médicos o managers. Pero -nos cuenta Saina, de 16 años- las mujeres deben casarse, tener hijos y estar de vuelta en Oymyakon como mucho antes de los 24.

El depositario de las esperanzas de la localidad es un hombre que los lugareños llaman con orgullo su «oligarca». Alexander Krylov, de 33 años, alto, delgado, nacido aquí­ de padre médico, reunió un pequeño patrimonio comerciando con material de construcción en Jakutsk y luego regresó. Tiene seis hijos de tres mujeres y una visión: traer turistas.

Para ello ha creado el Festival del Polo de Frí­o y la elección de Miss Polo de Frí­o. Además ha construido el primer hotel con agua corriente caliente en cada una de sus 10 habitaciones. Y lo cierto es que han venido turistas. Ilse y Elke, por ejemplo, dos jubiladas europeas de las que aún se habla en el valle, porque hasta entonces los lugareños sólo habí­an visto vegetarianos en la tele. O el actor de Hollywood Ewan McGregor, que llegó a lomos de su motocicleta en verano.

Incluso un jeque de carne y hueso se acercó el pasado febrero. Caminaba pesadamente por la nieve envuelto en ropajes blancos, e insistió en que le pusieran un sello en el pasaporte en la Administración municipal como prueba de que habí­a estado realmente en el polo de frí­o. Su alteza, propietario de los más nobles purasangres, arrugó la nariz al contemplar los desgreñados caballos salvajes paticortos. Debieron parecerle poco menos que burros gordos. Pero cuando le explicaron que habí­an participado en la expedición al Polo Norte, decidió comprar uno por 1.000 dólares. Inspeccionó la pista de aterrizaje de la II Guerra Mundial y anunció que enviarí­a un avión a recoger al animal. Desde entonces, en Oymyakon esperan la llegada del primer avión privado procedente de Dubai.

Fuente: El Paí­s

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