Más comunicados que nunca

Estar conectado no es lo mismo que comunicarse. Jamás la tecnología de las comunicaciones estuvo tan perfeccionada y nunca tanta gente participó en tantas conversaciones e intercambios virtuales; sin embargo nuestro mundo parece cada vez más un reino de taifas habitado por seres que no hablan directamente entre sí.
Tanto tiempo ensimismados en dispositivos no deja margen para reforzar relaciones profundas entre nosotros, si estamos de acuerdo en que esto hay que hacerlo como siempre se hizo: arrimándose y conversando entre sí (y si no estamos de acuerdo en eso, tendré que callar).
Cuando la gente no habla cara a cara tampoco se escucharán lo suficiente. El individualismo de hoy establece que cada cual se ocupe de lo suyo sin que nadie se entrometa. El compromiso se establece con uno mismo y la felicidad propia, lo que excluye a extraños pero inevitablemente acaba afectando a los seres queridos.
Cuanto más interconectados estamos mayor puede ser la sensación de soledad. ¿Por qué? Muy sencillo, porque aumenta la separación entre lo vivido (lo real y cotidiano) y lo comunicado (aparente).
Basta observar a un grupo de gente reunida y sin embargo ignorándose unos a otros, pendientes cada uno de su respectivo teléfono móvil. Esta escena rutinaria proclama una radical incomunicación y además, creo, expresa un fracaso.
En un pasaje de Moby Dick, que parece representar gráficamente esto, hace más de siglo y medio Herman Melville escribía:
«Cada silencioso adorador parecía haberse sentado a propósito aparte de los demás, como si cada dolor silencioso fuera insular e incomunicable».
La paradoja consiste en que el fomento de la comunicabilidad total que vende nuestra sociedad actual convive y a la vez colisiona con ese arrogante individualismo. Queremos aprovechar lo mejor de ambos mundos pero podríamos terminar en un colapso por habernos alejado demasiado de la experiencia en el trato cotidiano con los demás.

Las nuevas tecnologías ofrecen muchísimas posibilidades. Benditas sean por ello. Lo triste es tanta gente condenada a dialogar nerviosamente con su aparato, colgada de constantes alertas estúpidas, inmersa en una realidad de formas y obsesionados con todo ello. Y, para colmo, tras la promesa de una independencia y libertad superior, es muy fácil hundirse complacidos en una nueva esclavitud.
La dependencia irracional al móvil y las redes sociales ha llegado al punto en el que la mayor desgracia para una persona hoy es asistir a la rotura, pérdida o robo de su teléfono.

El uso compulsivo del medio y la incapacidad para desconectarse no sólo convertirá a diversas tendinitis en la dolencia más universal; también debilitará las relaciones interpersonales diluyendo o distorsionando objetivos reales y favoreciendo en definitiva el aislamiento, así que lo más seguro es que salga perjudicada la autoestima.
Dicen que dejó dicho Einstein:
«Temo el día en que la tecnología sobrepase nuestra humanidad».