Las locuras del Zar

Con una estatura de 2,04 m. y una fortaleza fí­sica que le permití­a doblar monedas con los dedos, el zar Pedro I Alekséievich o Pedro I de Rusia, apodado Pedro el Grande (1672-1725) emprendió a principios del S. XVIII una ambiciosa polí­tica de reformas destinada a cambiar el imperio ruso de arriba a abajo para transformarlo en una potencia occidental.

Pedro el Grande fue un hombre de carácter vehemente al tiempo que dueño de una inteligencia aguda y retorcida, una verdadera fuerza de la naturaleza siempre ansioso para llevar a cabo sus proyectos y objetivos. Un ilustre desequilibrado más, de los muchos que nos ha regalado la historia. Por todo ello inspiró a sus súbditos un gran temor y a la vez rendida admiración.

El Jinete de Bronce, monumento ecuestre a Pedro el Grande en San Petersburgo.

Para llevar a cabo todas las reformas por él emprendidas (administración, religión, costumbres, educación…) el zar hubo de enfrentarse a una hostilidad general que reprimió con dureza.

Pedro el Grande fue mucho más viajero que sus antecesores: pasó por Inglaterra, Alemania, Francia y Holanda y todo lo quiso aprender con voracidad.

Cito a Alejandra Vallejo-Nágera en su libro Locos de la historia:

«La pasión de Pedro por la ciencia es tan inmensa que ordena que se le avise de todas las operaciones quirúrgicas en ciernes, sin que importe el lugar ni la hora. (…) Poco a poco pasa de ser testigo a intervenir con sus propias manos. (…) va a todas partes con dos maletines: uno con instrumental matemático y otro con material quirúrgico. (…) Pedro demanda a todo el mundo un entusiasmo por la medicina similar al suyo. ¡Ay del que ose mostrar alguna resistencia!».

Notable era su afición de ejercer de dentista con todo aquel que se poní­a a tiro, llegando a atesorar una colección particular de unas 400 piezas de dientes humanos. No es extraño que sus cortesanos con dolores dentales los disimulasen a toda costa.

El cuadro de patologí­as que presenta este grandullón lleno de energí­as dispares da para un volumen completo.

Su temperamento deambula entre todo tipo de extremos: manifiesta alternativamente rasgos de euforia y de frialdad; tiene maní­as y pánicos varios; es transgresor pero también supersticioso. Cae en crisis paranoicas o siente impulsivos ataques de cólera…

Y todo ello lo quiere luego compensar con un sentido del humor y de la fiesta un tanto peculiares, donde se entrega a la mofa disparatada y cruel y exige a todos borracheras de alto voltaje:

«Cuando en la calle se le aproximan curiosos y admiradores (…) Pedro se desembaraza de ellos a puñetazos (…) En más de una ocasión ataca con la espada a los comensales de una de sus fiestas (…) Acompaña estos horrores con el empeño casi obsesivo de que ancianos decrépitos se paseen disfrazados de saltimbanquis por las calles nevadas de San Petersburgo. (…) No hay banquete en el que no pida que un enano aparezca del interior de una tarta, lo que le hace llorar de risa».

«El zar se vuelve auténticamente adicto a toda í­ndole de obscenidades y burlas blasfemas. Gusta de parodiar las ceremonias religiosas de la vieja Iglesia rusa hasta el lí­mite de inventar un sí­nodo que denomina de «los más locos, más borrachos y más bufones». Él mismo diseña las reglas de esta orden, siendo su primer mandamiento el de «emborracharse todos los dí­as y jamás ir a dormir en estado sobrio». También organiza el evento para que el vodka haga las veces de agua bendita y para que entre los miembros proliferen enanos, jorobados y otros seres.»

«Llegada la Cuaresma, los miembros del sí­nodo, que se atribuyen nombres obscenos, desfilan con los abrigos puestos al revés sobre borricos o bueyes y (…) sustituyen la música de trompetas por ventosidades lo más sonoras y pestilentes posibles. Si ha nevado, deslizan su descomunal borrachera por toda la ciudad en trineos que arrastran ocas, cerdos e incluso seres humanos con deformaciones fí­sicas y mentales».

Pedro I impuso la impopular medida de que los hombres se cortaran la barba (la habitual larga barba rusa), teniendo que pagar un impuesto si querí­an conservarla. Todas estas y otras excentricidades no impidieron que fuera el primero en favorecer la instrucción pública y los modos y usos europeos y que bajo su reinado apareciera el primer periódico del paí­s y las primeras academias cientí­ficas.

En 1703 fundó en el delta del rí­o Neva la ciudad de San Petersburgo como sí­mbolo de la nueva Rusia. La construcción de la ciudad supuso un grandioso esfuerzo económico y un elevado costo humano, ya que en torno a 40.000 obreros soportaron muy duras condiciones climáticas y miles de ellos murieron en tan formidable empresa.

Mientras duraron las obras de San Petersburgo no fue permitida ninguna otra construcción en Rusia y los hombres ricos fueron obligados a edificar ahí­ una casa de dos pisos por familia. A partir de entonces se convirtió en capital del imperio ruso durante más de 200 años hasta que la revolución devolvió la capitalidad a Moscú. Entre 1914 y 1924 su nombre fue el de Petrogrado.

Actualmente la hermosa San Petersburgo es la segunda ciudad rusa y su centro urbano patrimonio de la humanidad.

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